Tras la muerte de Almanzor
Tras la muerte de Almanzor I
Juan José Valle
Qurtuba – Safar 397 hégira
Córdoba- noviembre 1006 d.c.
La paz reinaba en toda la península y se esperaba una época tranquila. Pero en noviembre del 1006 el emir Mundir al-Tuchibí, walí de Tudela, envió un correo con un pliego para Muyáhid. Mundir advertía de un complot, se susurraba en Zaragoza pero se había fraguado en Córdoba. Muyáhid tras leerlo lo entregó al primer ministro.
Al-Malik, hijo del finado Almanzor, quedó pensativo. Como nuevo hayib no podía dar pasos en falso, esta conspiración no era una utopía. Le habían advertido de pasquines denigrándole y aquello confirmaba peligros que no quiso ver. Llamó a un esclavo de entera confianza y dijo:
– Haz venir en secreto al jefe de policía Idris al-Azdi.
Muyáhid volvió a casa y esperó noticias. La investigación no fue complicada. Desfiles militares demostrando fuerza, oro derramado por arrabales y latigazos en espaldas apropiadas, desataron lenguas. Fue el hilo que condujo a una conspiración bien urdida y muy extendida por Al-Ándalus. La surta, la policía secreta, actuaba meticulosamente y poco después el hayib estaba al corriente de todo.
Al-Malik llamó a Muyáhid y le entregó la lista. El emir palideció, diciendo:
– ¡Dios mío! También está Hixem, el mejor de los omeyas…
– No te extrañes, el envidioso ataca a todo el mundo, – interrumpió el hayib -.En el corazón del envidioso se embosca resentimiento y maldad. Sabe disimular pero cuando ve debilidad, o se cree fuerte, muestra su verdadera faz. Lo siento, creo le apreciabas.
– De esto me encargo yo, – respondió Muyáhid indignado -. ¿Me permites?
Al-Malik aceptó. Doscientos jinetes armados partieron para diversos lugares de la ciudad. Debían llegar en pequeños grupos y simultáneamente, a los domicilios indicados. Al mismo tiempo volaban palomas a varias ciudades llevando órdenes en sus canutos.
Muyáhid, escoltado por veinte guerreros galopó hacia su casa. Aurora se asustó, viendo a su marido poniéndose la cota de malla con el rostro demudado. No preguntó, le abrazó y le vio partir. Poco después rodeaban la mansión del príncipe Hixem Omeya. Cuando la puerta se abrió a la llamada de Muyáhid, diez guerreros penetraron mientras los demás en el exterior impedían cualquier fuga. Personalidades conocidas acompañaban a Hixem y al verse sorprendidos trataron de guardar documentos. Hixem miró a Muyáhid y afeó:
– ¡Tú, tú eres el encargado de detenerme!
– La herida de lanza puede sanar, pero la causada por la lengua es incurable,- contestó Muyáhid -. Traicionaste al primer ministro y por ello también a mí.
Un alboroto le interrumpió. Un grupo de guerreros de la guardia califal, penetró en la mansión. Mientras se apoderaban de los prisioneros, el oficial al mando se dirigió a Muyáhid:
– Señor, tenemos órdenes del Califa de llevarnos a los traidores, – inclinándose ante él, añadió -. Por favor no te opongas, las órdenes son muy estrictas; te lo ruego.
El registro no fue intenso y al salir, escuchó al príncipe Hixem.
– ¡Adiós amigo mío, hasta nunca! Ni son todos los que están, ni están todos los que son. Recuerda, el silencio es un amigo que nunca traiciona.
Muyáhid observó que Muhammad, el hijo de Hixem intentaba esconderse entre los matorrales del jardín. Con un dedo en los labios le pidió silencio y retirando a sus hombres consiguió salvarlo. Galopó para informar al primer ministro y le encontró encolerizado, pues los destacamentos volvían sin prisioneros. La guardia califal se había anticipado y los conjurados habían sido llevados a las prisiones de Medina Az-Zara.
– ¿Para que los quiere el Califa? ¿Cómo se habrá enterado? – Comentó Al- Malik paseando por el despacho -. ¿Querrá salvar a su primo Hixem? Esperaremos a mañana.
Muyáhid volvió a casa muy pálido y Aurora no preguntó. Permaneció a su lado e intentó consolarle en el lecho, pero su marido ajeno al amor de su esposa. Intentó dormir pero no pudo, no podía algo le inquietaba. Cansado de removerse, ordenó preparar su caballo y galopó en la oscuridad. Al oír la llamada para la oración del amanecer descendió y rezó mientras un sol apagado intentaba abrirse camino entre las nubes. Sentía frio, desconocía si era por falta de sol o por un temor que había penetrado en su espíritu.
Sintió deseos de rezar a cubierto y se encaminó a la gran Mezquita. Antes de cruzar el puente percibió un carro en el centro y un grupo de guerreros afanados en él. Atravesó el río, sentía curiosidad por averiguar el motivo del carro interpuesto, pero al mirar hacia un costado un grito de estupor murió en su garganta. La cabeza de Hixem Omeya estaba colocada sobre la primera almena que jalonaba el puente. Horrorizado permaneció inmóvil y como la claridad se iba apoderando de la ciudad, pudo ver que varios guerreros, con enseña califal, sacaban del carro cabezas ensangrentadas y coronaban con ellas las almenas del hermoso puente.
Temblando de espanto dio la vuelta y galopó hacia Medina Az-Zahira. Cruzó patios y entró como una tromba en el despacho del primer ministro. Al-Malik señalando los pequeñísimos pliegos situados sobre la mesa, dijo: ¡Lee!
Venían de Toledo, Balansiya, Zaragoza, Marida, Calat Rabat, Elvira, Al-Ushbuna etc., y el último enviado por Wadih, desde la fortaleza de Gormaz, completaba la información de las grandes ciudades. Los mensajes, con pequeñas variaciones, daban la misma información. Tras la llegada de las palomas detuvieron a los conjurados y horas después, llegó el mandato califal de proceder a su inmediata ejecución.
La orden se había cumplido y en los mensajes venían los nombres de los ejecutados.
– ¿Por qué el califa ha dado esa orden? No lo entiendo, él es compasivo, comentó Muyáhid dejándose caer sobre un cojín
– ¿El Califa? – dijo con sorna el hayib. -. Eres un niño, te falta astucia. Las reglas las dicta el oro, y las armas se consiguen con la amistad del que las posee. ¿Entiendes?
– ¡Dios mío, Sanchuelo! – exclamó Muyáhid al comprender.
– Si, – dijo Al-Malik -. La culpa es mía. Le encumbré y habrá conquistado la amistad del califa, – tras reflexionar -. No importa, hemos rehecho nuestra hermandad, la muerte del Omeya Hixem era necesaria; era el jefe de la conspiración.
Muyáhid no replicó. Sanchuelo, como jefe de la guardia tenía acceso al califa y habría conseguido su firma para la matanza.
Al no recibir contestación añadió -. Mi hermano quiere demostrar ante el Califa su valía para afianzarse como jefe de la guardia palatina. ¿Estás de acuerdo?
Muyáhid fue desleal y asintió avergonzado, Recordando la última frase de Hixem: ¡El silencio es un amigo que nunca traiciona!, se sintió mal. No podía decirle que quizás su hermano era el jefe de la conjura. Faltaban pruebas y no podía pedirle que investigase a los secretarios para tirar del hilo. Se sintió culpable, si hubiera apoyado al hayib, cuando quiso deshacerse de Sanchuelo, o si hubiera puesto reparos a su nombramiento de jefe de la guardia califal, esto no habría ocurrido; ahora se jugaba mucho y tenía que estar callado.
Sus pensamientos se interrumpieron al entrar Abderrahmán Sanchuelo. Creyó que sus reflexiones estaban siendo advertidas y con un breve saludo se despidió. Pero tuvo un error, se le escapó una mirada de desprecio al hermano del hayib.
Tras el ejemplar acto de fuerza, las conspiraciones desaparecieron. Aunque la familia Omeya odiaba a la Amirí, no podía hacer nada, el califa Hisham II, les tenía en su confianza. Tanto Al-Malik al-Muzafar al Amirí, como Abderrahmán Sanchuelo, el siguiente amirí, estaban en la cúspide de su poder y los ejércitos compuestos en su mayor parte por mercenarios, les eran totalmente fieles. Almanzor había previsto el odio de los Omeyas, y por ello había roto la organización tradicional al comprar esclavos para integrarlos en los ejércitos, junto con los reclutados en el Magreb.
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