Cristianas, musulmanas y judías en la península ibérica
Por: Carmen Panadero Delgado
La mujer en la Edad Media (II)
En este artículo trataremos de dar una visión global de las mujeres en la Edad Media que complemente a mi anterior trabajo “La mujer en la Edad Media” (aparecido también en Las Nueve Musas en el año 2017), una visión de aquellas mujeres cuyas angustias, vivencias y sueños, se anticiparon a los nuestros.
Y por centrarnos especialmente en las tres grandes comunidades (cristiana, musulmana y judía), que tanto peso han tenido en nuestra Historia y nuestra Cultura, a pesar del tiempo transcurrido, en muchas cosas nos sería fácil poder reconocernos en ellas.
En aquel artículo, que comenzaba diciendo La situación general de la mujer medieval se puede condensar en dos únicas palabras: silenciada y soyuzgada, comparábamos fundamentales aspectos de la vida de las mujeres en las tres grandes culturas e hicimos hincapié en que la peculiaridad musulmana —frente a judías y cristianas— era el harem, pero que éste no resultaba entonces sorprendente para las otras dos comunidades. Por ello, desterremos los tópicos creados desde nuestra perspectiva actual. El sometimiento de la mujer musulmana no era muy diferente al de cristianas y judías, ni siquiera respecto a la poligamia, que también se daba entre judíos… e incluso entre los cristianos.
En efecto, también los judíos podían tener más de una esposa. La poligamia entre los judíos de Europa fue mucho más frecuente en las comunidades mediterráneas, en particular en el sur de Francia y en la Península Ibérica —en las comunidades hebreas aragonesas persistía la poligamia aún en el siglo XIII—, pero fue desapareciendo poco a poco durante la Baja Edad Media. En ocasiones los padres de la mujer exigían a su futuro esposo un compromiso formal de que no repudiaría jamás a su esposa. Así mismo, era por entonces muy usual entre los judíos que en el contrato de los desposorios el contrayente se comprometiera a tratar siempre bien a su esposa, lo que incita a sospechar que los malos tratos a las mujeres por parte de sus maridos debía de ser moneda usual.
Y entre los cristianos medievales peninsulares también se dio la poligamia, sobre todo en los siglos VII, VIII y IX, ya que proliferaban las sectas que, tiempo atrás, habíanse asentado de la mano del arrianismo —sabelianistas, adopcionistas, casianistas, acéfalos y un largo etc.— y que, como él, eran todas antitrinitarias, es decir, que no aceptaban el dogma de la Santísima Trinidad, ayunaban los viernes, rechazaban la veneración de las reliquias y practicaban la poligamia.
Ninguna de las mujeres de las tres grandes religiones monoteístas podían salir a la calle sin cubrirse, bien con el velo, con el manto o con la toca. La autora Nadia Lachiri, en su trabajo “La vida cotidiana de las mujeres en al-Ándalus”, nos aporta un aserto muy común entonces en defensa del velo: “No tiene precio lo que el ojo no ve. ¿Alguien confiaría a una desvelada la educación de su hijo?” Estas frases las pongo yo en boca de un personaje en mi novela “El Collar de Aljófar”, en la boca de un hombre, claro.
Sin embargo, no hay constancia de que el velo fuera una obligación religiosa de las mujeres musulmanas; todo indica que se inició como imposición de los varones, que se convirtió en un uso social al ser asumido, sobre todo, por las madres para poder casar mejor a sus hijas, y que finalmente ellos procuraron que se asociara a lo religioso para ejercer mayor presión. De este modo —y, al igual que en este uso, también en otros muchos y, asimismo, en las otras dos comunidades— fue como las religiones se pusieron al servicio del varón.
Debemos recalcar que en las tres culturas eran los hombres los que inculcaban e imponían a las mujeres las virtudes de pureza, castidad y virginidad; precisamente los que luego ponían mayor interés en que las perdieran.
En la vida cotidiana en el hogar de las mujeres medievales existía un elemento emblemático que definía la vida femenina: la rueca. Era uno de los enseres que no podía faltar en ningún hogar de las tres comunidades imperantes, porque era uno de los quehaceres más habituales de las mujeres de la época y su uso se remontaba hasta la antigüedad. La llevaban siempre en el ajuar inicial al casarse, y las más humildes, aunque no aportaran más dote que esa, la rueca sí la llevaban. Había un dicho en al-Ándalus que decía: “Si no lo hilas, no lo comes”.
Era básico en una casa saber hilar, tan básico como cocer el pan, y seguía siéndolo en la segunda mitad del siglo XV, a finales de la Baja Edad Media y ya en los umbrales del Renacimiento. Está documentado que en Ciudad Real, allá por los años 1480-1490, solían verse los sábados por las calles ir y venir a muchas mujeres, solas o en grupos, con sus ruecas y sus husos en las manos, que decían que iban a reunirse en casas de amigos, vecinos o familiares para hilar. Pero, en verdad, no iban a hilar; eran familias judías conversas que se reunían para celebrar el Sabbath. La rueca era la tapadera; así hacían creer que trabajaban en sábado y despistaban a los confidentes de la Inquisición, muy activa y dura en la Ciudad Real de entonces.
En los juicios ante el Tribunal de la Inquisición, las defensas de las mujeres judías juzgadas alegaban siempre lo mismo: que si ellas encendían candelas el viernes por la noche, si vestían ropas limpias el sábado, si comían solo la carne sacrificada por judíos y quitaban toda la grasa a la carne, etc. era porque así lo habían aprendido de sus madres. Esos eran los usos culinarios y costumbres que aprendieron desde niñas, cuando sus madres les enseñaron a llevar una casa, y ellas se limitaban a imitar lo que vieron hacer a sus madres. Así mismo, cuando más tarde fueron juzgadas las mujeres moriscas por la Inquisición, también alegaron lo mismo: que se limitaban a reproducir lo que vieron hacer en sus casas y que no sabían hacerlo de otra manera.
Y es que en el hogar, la madre (y eso en todas las comunidades) ha tenido siempre ese papel: la educadora. Por eso fue en la casa, en los hogares, donde judíos y musulmanes obligados a convertirse preservaron sus usos y costumbres. La mujer de las tres religiones, sumisa por obligación, era en la vida real la gran rebelde que se ocupó de mantener vivas las tradiciones. Por ello, aunque los reinos cristianos peninsulares hubieran ganado en los campos de batalla, la lucha que perdieron al intentar imponer su religión la perdieron en los hogares, que las mujeres convirtieron en sus últimos bastiones de resistencia cultural.
De poco servía que las religiones las hubieran hecho desaparecer de los espacios públicos y ámbitos de poder. Es paradójico lo que ocurría con las judías en lo relativo a la religión: se les prohibía todo papel en la sinagoga, ni siquiera podían asistir a las ceremonias de iniciación de sus hijos en la religión ni se les permitía presenciar sus circuncisiones, pues estaban totalmente excluidas de las manifestaciones externas de su religión, y sin embargo fueron las salvadoras de la misma cuando, en épocas de persecución, se vieron confinados y obligados a limitar su práctica al ámbito de los hogares, donde sobrevivió gracias a las mujeres, que en aquellas circunstancias fueron las más activas defensoras del judaísmo.
También las cristianas tenían su papel muy limitado en la vida religiosa pública de su comunidad: baste recordar que tampoco podían estar presentes en la ceremonia del bautismo de sus hijos. Pero era en la familia, en el espacio privado al que se limitaba a la mujer, donde únicamente tenía posibilidad de transmitir sus valores, y bien que supo aprovecharlo.
Las judías, que en los albores de la Edad Media aún mantenían una igualdad respecto al varón que databa de sus orígenes, la fueron perdiendo paulatinamente debido a la aculturación y la asimilación con las otras dos grandes comunidades, porque las tres culturas se influenciaron entre sí.
Para rehacer las vidas de las mujeres medievales hemos tenido que recurrir a documentos oficiales de la época y, sobre todo, a los protocolos notariales; hay que leer entre líneas y analizar los datos (cuando los hay) sin hacer caso de los intermediarios, de las fuentes, que eran todos hombres, pues ellos han sido siempre los dueños de la memoria colectiva y, sobre todo, los hombres de iglesia, los que supuestamente menos deberían saber de mujeres. Lo que sabemos de las mujeres medievales no se lo debemos a ellos precisamente.
La misoginia de la Iglesia en esa época era de todo menos cristiana; no es ya que se discutiera sobre si la mujer tenía alma, que también, es que además le achacaban todos los vicios. San Antonino, obispo de Florencia, escribió una letanía de “cualidades” que atribuía a las mujeres por la que la Iglesia actual debería cuestionarse su canonización. Entre otras perlas, dice de ellas: “Animal avaro, bestia insaciable, carne concupiscente, garganta charlatana, peste ingeniosa, nodriza de ruinas, artífice de odio, etc.” Y San Isidoro, que es tenido por un santo serio, decía que la mujer siempre debía estar bajo la potestad de un varón para “evitar ser engañada por la ligereza de su espíritu y por su incapacidad para gobernarse a sí misma”. Y añadía: “Las mujeres suelen darse a la bebida por placer cuando ya por su edad no pueden ser lujuriosas”. Cabe preguntarse: ¿qué clase de madres tuvo esta gente para que las odiasen tanto?
Los escritores judíos, sin llegar a ese extremo, utilizaban a la mujer como término de comparación con la cobardía, la mentira y la ignorancia.
Los musulmanes andalusíes, curiosamente, eran los que tenían mejor opinión de sus mujeres, lo que no quita para que, como nos dice Julio Valdeón en su trabajo “Cristianos, musulmanes y judíos en la España medieval”, las compararan con las botellas pues decían: “Son débiles, se rompen con facilidad y no soportan la presión”. Sin embargo, los juicios que hubieron de soportar las conversas moriscas ante la Inquisición demostraron todo lo contrario, según dice Mª Jesús Fuente —y quién no concuerda con ella en esto—: en esos juicios demostraron ser “mujeres fuertes, que se mantuvieron enteras y soportaron la presión”. Pero, además, en contraste con la opinión de esos “santos” cristianos, ahí tenemos la figura de Averroes defendiendo en su obra el derecho a la educación de la mujer y hablando de sus cualidades desaprovechadas por escatimárseles dicha educación; o la figura de Avenzoar, el gran médico andalusí, que entre la saga de médicos familiares también educó a sus hijas y una nieta como médicas, sobre todo una de sus hijas, Umm`Amra bint Merwãn ben Zohr, fue médica de la Corte almohade. Avenzoar demostró que, a la hora de transmitir sus conocimientos a sus descendientes, no discriminó a sus descendientes femeninas.
En mi artículo anterior ya citado, “La mujer en la Edad Media”, se afirmaba que en lo familiar, “frente a las comunidades judía y cristiana, la peculiaridad musulmana es el harem”. Pero es que el harem era el corazón del hogar y debemos verlo sin los tópicos orgiásticos creados en Occidente. Olvidemos ese harem pintado por artistas y reproducido en películas occidentales, donde las mujeres, cubiertas escasamente por cuatro velos (cuando los llevaban), eran servidas por una legíón de esclavas y eunucos. Ese tipo de harem sólo se lo podía permitir el califa o el sultán. Pero el harem, en una familia de clase media, rara vez estaba formado por más de dos esposas, estando limitado en cualquier caso por ley hasta el número de cuatro. Así mismo, en el harem vivían las abuelas hasta que morían, las hermanas y las hijas del dueño hasta que se casaban, los hijos varones hasta la pubertad, las nodrizas, ayas, maestras, lectoras del Corán… En el harem las mujeres cuidaban a los dependientes y enfermos de la familia y, si eran de clase media o modesta, trabajan en la casa —limpiaban, cocinaban lavaban ropa, cosían… En el harem se criaban y educaban los hijos, en el harem se trabajaba y en el harem se rezaba. Era el ámbito donde una mujer musulmana hacía lo mismo que la cristiana en su sala de estar.
No se puede perder de vista, además, que el esposo musulmán necesitaba la autorización de la primera esposa para tomar una segunda, o las de las dos primeras para tomar una tercera. Si no otorgaban su permiso, no le quedaba al varón otra opción que el repudio o el divorcio. Un divorcio andalusí bien gestionado (con intervención de los padres, el juez, y a veces alfaquí o ulema) proporcionaba a la esposa su identidad como mujer libre, dejaba de ser posesión del varón y se convertía en dueña de ella misma. Es decir, no volvía a la posesión de su padre, igual que acaecía con las viudas. En al-Ándalus no regían las costumbres y legislaciones musulmanas extranjeras, alguna de ellas consistente en que la viuda era desposada por el hermano del marido muerto y pasaba a la propiedad del cuñado, en teoría para protegerla. En nuestra península este uso no se observó porque estaba hasta mal visto.
Sin embargo, dicha costumbre sí se practicó entre los hebreos; la ley judía creó una institución peculiar conocida con el nombre de “levirato”, que decía: “Cuando unos hermanos vivan juntos y uno de ellos muera sin tener un hijo, la mujer del difunto no habrá de casarse fuera con hombre extraño; su cuñado se llegará a ella y la tomará por esposa y cumplirá con ella la ley del levirato. El primogénito que ella dé a luz deberá llevar el nombre del hermano difunto, para que su nombre no sea borrado de Israel”.
Respecto al divorcio habría que añadir que en los reinos cristianos de la época la mujer no podía aspirar a tal cosa, y en la comunidad judía las mujeres estuvieron sometidas a unas normas patriarcales que las conducían a ser las seguras perdedoras en todos los pleitos que emprendieran contra sus maridos, por más pruebas y testigos que presentaran.
Por otra parte, la mujer judía casada no era propietaria de ningún tipo de bienes, ni siquiera de los privativos heredados de sus padres, ya que todos pertenecían al marido. No obstante, las leyes judías castellanas eran respecto a este asunto bastante más propicias para la esposa que la legislación hebrea en general. En efecto, la legislación judía de Castilla sobre sucesión de bienes y herencias dictaminaba bastantes disposiciones favorables para la mujer, entre las que se pueden mencionar: 1- Llegada a la pubertad, a los doce años y medio, la mujer está en su pleno derecho de recibir en propiedad todo cuanto le corresponda por herencia o por cualquier título legal. 2– Si muere un padre judío dejando un hijo varón y una o varias hijas solteras, tendrían todos derecho a la herencia por partes iguales, y sólo si el varón es primogénito tendrá derecho al doble que sus hermanas, en virtud del precepto bíblico que privilegia la primogenitura. 3- Si un padre judío muere dejando sólo hijas, estas tendrán todas el mismo derecho a la herencia, sin distinción alguna entre casadas y solteras.
Según avanzamos en mi anterior artículo “La Mujer en la Edad Media”, en al-Ándalus fue frecuente el trabajo de las mujeres fuera del hogar, incluso informamos de que llegaron a acaparar algunos gremios. Pero también pudo la mujer andalusí descollar en el trabajo intelectual y creativo. Las musulmanas de al-Ándalus fueron las primeras en ser valoradas por algo más que por ser buenas esposas y madres: por ser buena poeta, buena cantora o música, buena copista, partera, médica, etc. El cronista al-Maqqarĩ, al hablar de la superioridad literaria de al-Ándalus, afirma que las mujeres también contribuyeron a aquella superioridad, y el francés Louis de Giácomo nos informa sobre “la parte importante que tuvo la mujer en todas las manifestaciones del espíritu y muy particularmente en las producciones poéticas en al-Ándalus”. Entre ellas no solo destacaron mujeres de la nobleza, como la princesa omeya Wallãda en Córdoba o Itimad al-Rumaiqqiya (esposa de al-Mutamid de Sevilla), sino también de todos los niveles sociales, incluidas las esclavas.
Sería imposible citarlas a todas en este espacio, porque son legión y se han escrito libros enteros, antologías poéticas dedicadas solo a las mujeres andalusíes que destacaron en esta especialidad, pero citaremos a algunas de las más importantes: de los siglos VIII-IX, Hassana al-Tamimiyya, Qamar y Mut`a, la esclava de Ziryab que más tarde regaló al emir Abderrahmán II y que fue, además, una extraordinaria música; del siglo X, no podemos olvidar a Lubnã, alqatib (secretaria) del califa Al-Haqem II, que fue algo más que una simple amanuense o escribana, pues alcanzó altas cotas como poeta, experta en métrica, en caligrafía, en gramática, en contabilidad…, mano derecha del califa en la creación y el esplendor de la gran biblioteca de Córdoba, de 400.000 volúmenes; también del siglo X debemos recordar a Uns al-Qulũb, esclava de Almanzor, a Aisa bint Ahmad al-Qurtubiyya, a al-Gassaniyya de Pechina, a Nazhũn…; del siglo XI, la princesa omeya Wallãda, Butayna bint al-Mutamid (hija del rey taifa de Sevilla), Qasmũna, las grandes Hafsa al–Raqúniyya y la esclava al-Abbadiyya, etc.
Durante toda la Alta Edad Media, hasta el siglo XII, la mujer gozó de mayor consideración en la península, pero desde los inicios de dicho siglo, provocado y auspiciado por las invasiones de las sectas fanáticas africanas de almorávides y almohades, fue aumentando el maltrato y la discriminación de las mujeres andalusíes y, sobre todo, se prodigaron las legislaciones antifemeninas, que siguieron creciendo a lo largo del XIII y siguientes, por lo que la Baja Edad Media supuso un retroceso considerable respecto a la Alta, al tiempo que, en paralelo, también aumentaban el odio y las restricciones mutuas respecto a las otras dos comunidades y la fanatización religiosa.
Debido al grave retroceso en la proyección social y cultural de la mujer andalusí, del siglo XIV solo se conoce a una mujer poeta Umm al-Hassán de Málaga, a una sola médica y a una única mujer conocedora de las leyes: la esposa del qadí de Loja. Según dice Cantera Burgos: “La brillante sarracena de al-Ándalus se había convertido en la Baja Edad Media en una esclava, una prostituta o una criada”; y las judías que antes aparecían en las lápidas mortuorias en lugares públicos, ya no aparecían ni siquiera en las lápidas colectivas de judíos muertos por la peste, y sin embargo fueron incontables las mujeres judías muertas por la terrible peste de 1348-50. Aunque tampoco en el esplendor del al-Ándalus omeya habían destacado las judías, ya que el Talmud se muestra contrario a la erudición femenina: “El que enseña la Torá a su hija es como si le enseñara frivolidad” (Mishnà Sotá 3,4) y “Dejad que se quemen las palabras de la Ley y no permitid que se enseñen a una mujer” (J. Sotá 19a).
Entre las cristianas, las monjas consiguieron una independencia y un acceso al conocimiento intelectual que las seglares nunca soñarían. Con el avance cristiano hacia el sur peninsular, las mujeres no ganaron en derechos precisamente porque, como hemos visto, no todo se reduce al harem y, sobre todo, no tenía ninguna gracia librarse del harem para verse sometidas al derecho de pernada. ¡Menudo avance!
En la Baja Edad Media, cuando se va invirtiendo la preponderancia de al-Ándalus por la de los reinos cristianos, cuando la situación social castiga a las musulmanas debido a las sectas fanáticas y se avanza hacia el final de la Edad Media, se va pasando a la situación contraria: empiezan a dejarse oír judías y cristianas, y empieza a conocerse algún nombre en poesía y en literatura, como doña Beatriz Galindo, la Latina. Pero es que ya se anuncian los albores del Renacimiento. También cabe recordar que, en estas últimas décadas del siglo XV, en los reinos cristianos de Castilla y Aragón destacaron mudéjares y judías como médicas y sanadoras. En un trabajo de investigación de Luis García Ballester, Michael McVaugh y Agustín Rubio Vela, se afirma: “Varias mujeres practicaban la medicina como sanadoras empíricas no oficiales o curanderas, y como médicas licenciadas, siendo estas últimas frecuentemente mujeres musulmanas que practicaban dentro de la comunidad cristiana dominante”.
También por otra parte, Juan Bautista Gutiérrez Aroca asegura en su trabajo “Mujeres médicas en la Historia: Médicas judías en la Edad Media” que hubo mujeres hebreas que “ejercieron la medicina de forma autónoma con cierto prestigio, con un reconocimiento social que, a veces, extendían su fama a un ámbito comarcal y podían incluso ser llamadas por los monarcas para atender a ellos mismos o a sus familias”. Tenemos más noticias de mujeres médicas de Aragón que de Castilla gracias a las investigaciones de A. Cardoner Planas y de Amada López de Meneses, quienes avanzan como etapa de florecimiento médico femenino el siglo XIV, especialmente durante los reinados de Pedro IV el Ceremonioso de Aragón (1368-1381) y de su hijo Juan I, y nos aportan los nombres de algunas especialistas judías: Na Gog (Na significa “doña”) ejerció la medicina en Baleares, Francisca (médica de Berga), Na Cetit (judía de Valencia), Na Floreta Canogait ( de Sta. Coloma de Queralt), Na Bonanada (de Valencia), Na Bellaire (de Lérida), Na Pla (de Lérida), Na Bonafilla (de Barcelona) y, finalmente, la monja Teresa de Cartagena, que escribió un libro titulado “Arboleda de los enfermos”.
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