Al Medina Al Zahira.- La ciudad andalusí resplandeciente
Por Juan José Valle
El Califa Hisham ordenó abrir las puertas y recibió a Muhammad en la sala de audiencia. Viendo pasividad Muhammad intuyó que había logrado su propósito; se sintió califa y obró como tal. Nombró a su primo Mugira jefe de policía, a Abd al-Yabbar para el cargo de hayib, y a un hijo de Abderrahmán III, de nombre Suleyman b. an-Nasir, le nombró su heredero. Como los tres citados tenían mala fama, los nombramientos llenaron de estupor al pueblo.
Pero no estaba clara su victoria. Cuando la noticia llegó a Az-Zahira los visires quedaron asombrados. El emir al mando se apresuró a consolidar muros y puertas, revistó sus fuerzas y se encontró con setecientos hombres bien entrenados para el combate. Era notorio que la ciudad era inexpugnable y podía cambiar en un momento la partida, pues, ¿a quién obedecerían los mudos si les ordenaban atacar? Muhammad, considerándose califa, ordenó apoderarse de Az-Zahira. Al anochecer de ese día, una gran muchedumbre llegó en tropel y la rodeó por todos lados. Intentaron el asalto, pero salieron las tropas y en unos minutos los derrotaron y les expulsaron de la plaza; no acabaron con todos porque la noche desplegó su velo e impidió la persecución.
Desconociendo lo ocurrido en Az-Zahira, Muhammad reprochaba al califa su incapacidad y apego a los amiríes. Hisham II reconoció su ineptitud y cuando expresó su deseo de dejarle el califato, se apresuró a convocar a su familia e hizo traer a las personas más influyentes de la ciudad. Aquella noche nadie durmió en palacio. Lo iluminó con cirios, dictó sus decretos a lo largo de la noche y el miércoles 16 de febrero del 1009, se creyó dueño del poder. Dispuso lo vistieran conforme a su rango para recibir a la gente que vendría a confirmar su ascenso al califato.
El nuevo califa Muhammad Al-Mahdí quiso apoderarse de Az-Zahira. No iba a ser fácil, aunque le habían jurado fidelidad desconfiaba de los regimientos africanos y de los mudos por tener mandos amiríes. Decidió formar un ejército compuesto por gente del pueblo. Ofreció oro y acudieron a su llamada, como mariposas a la luz, miles de hombres de la ciudad y pueblos de alrededores. Mientras la clase media permanecía expectante, se alistaron en sus banderas sastres y tejedores, carniceros y jardineros, fruteros, albañiles y muchos campesinos. Le reconocieron como Califa y le juraron fidelidad.
Las noticias llenaron de preocupación a los mandos de Az-Zahira. Sus guerreros se sentían invencibles, sabían que no serían atacados por sus compañeros de la anterior guardia califal, pero no pensaban lo mismo el gobernador ni sus colaboradores.
Aquella noche la ciudad de Almanzor fue nuevamente asediada. Se habían distribuido armas y Muhammad Al-Mahdí, puso a su primo Abd al-Yabbar al mando del improvisado ejército, al que se unió un populacho armado con picas, hoces y otras rudimentarias armas. Al verse sitiados, uno de los emires ordenó el ataque. Bastó una salida de la caballería amirí para despejar las calles tras descabezar a los más exaltados.
Al alba del miércoles 17 de febrero, Muhammad Al-Mahdí decidió parlamentar con los emires de Az-Zahira. Viendo al populacho invadir el cercano alcázar del difunto Al-Malik, sin consideración a su madre Ad-Dalfa y a su nieto, el gobernador aceptó llegar a un acuerdo a pesar de la oposición de sus emires. Al-Mahdí les envió el aman con regalos y al llegar Abd al-Yabbar con su improvisado ejército, se les permitió entrar. Los guerreros de la ciudad palatina permanecían en silencio mientras la plebe se desparramaba por Az-Zahira. Abd al-Yabbar tuvo que poner sus guardias para impedir la entrada en las estancias del tesoro público y en zonas privadas de los amiríes. Mientras la plebe arrasaba almacenes, tapices, muebles y adornos, así como armas y municiones, él se apresuró a trasladar los depósitos de dinero. En tres días, que duró el traslado, se recogieron seis millones de dinares en monedas y un millón quinientos mil en lingotes de oro. Cuando los saqueadores encontraron en los jardines una jarra con monedas, se extendió el rumor de tesoros enterrados y cavaron entre las flores deshaciendo palmerales y rebuscando entre jazmines.
Días después, para no enemistarse con los saqueadores, Al-Mahdí permitió se llevasen hasta las puertas. Desaparecidos mármoles y columnas, ordenó derribar la ciudad, hasta que aquel vergel quedó transformado en un completo desierto. ¿Quién podía pensar que de Az-Zahira, “La Brillante”, no quedarían ni las trazas? Era tal el odio de Al-Mahdí a los amiríes que no permitió quedase huella de su esplendor.