Ibn Hazm, pasión y rebeldía
Carmen Panadero Delgado
Abu Muhammad ‘Alí ibn Hazm (Aben Hazam) nació en Córdoba en el año 994 d. C.
Era hijo de Ahmad ben Hazm, cabeza de una de las familias muladíes[1] de mayor prestigio y más queridas en la capital cordobesa, aunque de antepasados oriundos de la provincia de Huelva.
Ahmad había sido visir de los últimos califas omeyas, antes del inicio de las guerras civiles que originaron la desintegración del Califato; primero con Abd al-Rahmãn III, luego durante todo el reinado de Alhaqem II y, finalmente, de buena parte del de Hixem II.. Por tanto, hubo de ejercer sus funciones, de mejor o peor grado, durante los gobiernos de Almanzor y sus hijos, aunque era, así como toda su familia, en extremo leal a la dinastía legítima.
Cuando en 1010 el califa al-Mahdi fue asesinado por su visir Wadhid y los eslavos amiríes, por creerla uno de sus apoyos la familia Beni-Hazm cayó en desgracia, y Ahmad y sus hijos fueron encarcelados. Cinco meses duró su prisión, hasta el comienzo del asedio de Córdoba por los beréberes, en que fueron liberados. Entre sus hijos, habíale acompañado y confortado en su cautiverio, pese a su extrema juventud, Abũ Muhammad Alí, entonces de 16 años de su edad, y que ya deslumbraba con sus versos, sus qasĩdas y su verbo fácil e inflamado.
Recobrada la libertad, tornaron a su palacio de Balãt-Mugayth, en el arrabal de los Pergamineros, al oeste de la capital. Pero Ahmad, muy anciano y amargado por tantos sinsabores, debilitado mas tarde por el hambre y las penurias del asedio, declinó día a día y aseguraba no sentirse ya más libre en su palacio que en prisión. Allí le asaltó la muerte el 21 de Junio de 1012, cuando el joven Abũ Muhammad ben Hazm, su hijo, hallábase a la sazón en su más florida edad (18 años). Ya por entonces, el príncipe Mohamed, padre de la princesa poeta Wallãda, cuando ésta contaba cinco años habíale distinguido eligiéndole como uno de sus maestros, entre el plantel de egregios sabios que había designado para la educación de su única hija.
Pero a Abũ Muhammad ben Hazm, aquel brillante joven, harto sensible y apasionado, no era la muerte de su padre el único dolor que por entonces lo desgarraba, que dolíase también en la mayor hondura de las atroces desdichas que golpeaban a Córdoba y al-Ándalus, asoladas por inhumana guerra civil y esquilmadas por sus gobernantes. Sentía ya arder en su pecho la hoguera del amor insobornable por la verdad y la justicia, aunque sus apenados ojos se mostraran secos, pues jamás fue él de lágrima fácil; su delicada sensibilidad se manifestó siempre, bien en sentidos versos e ingeniosas composiciones, bien en mordaces críticas y exasperantes rebeldías, pero nunca se desató en llanto.
Concluido el asedio de Córdoba, dos días después de la bárbara irrupción de los beréberes, el califa de estos, Suleymán, hacía su entrada triunfal en la muy castigada ciudad, escoltado por su guardia berberisca; también por esos días debió de morir el califa legítimo, Hixem II. Entre tanto, fuera de la capital seguían sucediéndose fieros combates entre las huestes que encabezaban los eslavos y el ejército bereber. Los principales adalides eslavos, entre los que destacaba el fata amirí[2]Jayran, que iban constituyendo sus feudos en el levante peninsular, acaudillaban encarnizados enfrentamientos con los berberiscos en defensa del califa desaparecido, al que seguían siendo fieles pese a que nadie podía estar seguro de que aún viviera.
Trabaron enconada lid en las cercanías del último arrabal del sur de la ciudad, y las huestes eslavas fueron desbaratadas por sus adversarios, quedando Jayran tendido en el campo, sin consciencia y tan malherido que lo dieron por muerto. Horas más tarde despertó rodeado de cadáveres, ensangrentado y tiritando de calentura pese a la tibieza de la tarde de mayo. Cuando el ala tenebrosa de la noche vino a encubrir, como suele, los hechos de los hombres, sacó fuerzas para llegarse hasta la casa de uno de sus leales. Allí recibió los primeros cuidados, pero, sabedores de que aquel sería uno de los lugares donde antes se le buscaría, determinaron procurarle asilo seguro y durable, que ocasión le diera a sanar de sus heridas.
Poco después, un nuevo sobresalto vino a alterar a los moradores de Balãt-Mugayth —la mansión de ben Hazm—, porque de madrugada llamaron a su puerta con sigilo: traían a Jayran malherido. Les fue franqueado el paso y allí fue acogido, porque uníale a los Beni-Hazm el odio declarado a un enemigo común: el bereber. Además, se sospecharía menos de esta familia noble de muladíes —que no simpatizaba demasiado con amiríes y eslavos— que de los de su mismo partido. En Balãt-Mugayth fue recibido con mucha honra, hospedado y atendido como su valor y nobleza requerían.
Días después, como Jayran estimara hallarse algo más repuesto y los sirvientes hubieran detectado vigilancia en el entorno del palacio, decidió partir hacia su feudo de Almería. Despidiose muy agradecido de la madre de ben Hazm, y también de este con afecto fraterno, prometiendo a Abũ Muhammad que, si algún día necesitara el refugio de su casa y de su reino de Almería, él lo recibiría con la misma generosidad que ellos habíanle mostrado, que le concedería mercedes como a sus propios parientes y le otorgaría los más honrados cargos en su Corte. Abandonó luego Jayran la capital de al-Ándalus, disfrazado de alfarero y sin más escolta que dos de sus secuaces.
No tardó en presentarse la guardia bereber en Balãt-Mugayth para realizar un registro y, aunque nada hallaron, depositaron en mano de Aben Hazm una vitela sellada: la orden de destierro firmada por el mismo califa Suleymán. Se le concedía tres días para abandonar Córdoba, de lo contrario sería encarcelado. Abũ Muhammad Alí ben Hazm viose forzado a dejar Córdoba con solo 19 años de edad, un día de principios del estío del año 1013, sin más acompañamiento que su madre, sus hermanas solteras y unos cuantos sirvientes. En Balãt-Mugayth dejaba al resto del harem que fuera de su padre, las esclavas y los eunucos. Abandonó su ciudad natal de noche, en un carro repleto de libros y pergaminos, fingiéndose mercader del Bazar de los Libros, y de esta guisa logró salvar su muy nutrida biblioteca. Encaminó luego sus pasos hacia Almería, donde Jayran tendría ocasión de honrarle según había prometido.
En la capital de al-Ándalus, arrasada, conmovía el silencio del abogue y la cítara; conmovían, asimismo, los últimos versos de Aben Hazm cuando le fue anunciado el destierro:
¡Que no se alegre mi émulo
cuando me sobreviene la desgracia!
La fortuna no se está queda en un solo estado.
El hombre libre es como el oro,
sujeto unas veces al golpe del martillo,
pero al que se ve otras veces en la corona de un rey.
Mas, cuando el joven escritor llegó a la Corte de Jayran, no encontró allí el eterno reconocimiento prometido, ni se le ofrecieron honores y dignidades; aquel eslavo era todo doblez, todo falsía. Y no solo traicionó a ben Hazm, también a la “causa” que había defendido toda su vida —la de la dinastía Omeya—, porque sus ambiciones no podían esperar. No le importó que los Beni-Hammud fueran semi-beréberes y aliados de beréberes porque en ese momento eran los que tenían posibilidades de hacerse con el poder. El eslavo Jayran estaba hecho de la pasta de Almanzor y no se detenía ante nada por conseguir su objetivo, aunque para lograrlo se interpusieran setos de espinoso tragacanto. Por el contrario, los honores que le había prometido en pena de cárcel se trocaron cuando ben Hazm se opuso a tomar parte en aquella alianza contra natura[3].
Seis meses duró la prisión del poeta en un castillo de su alfoz, del que solo salió para enterrar a su madre en Almería. Demasiada edad la suya para tantos sinsabores. Jayran no liberó a ben Hazm hasta que vio que la anciana se moría; llegó el hijo a tiempo de cerrar sus ojos. Luego lo desterró, y hubo de acogerse al amparo de un amigo durante otros tantos meses. Finalmente, ante la llamada de otros intelectuales cordobeses exiliados, ante el ofrecimiento de los leales amiríes de Xãtiba y la rica vida cultural de aquella ciudad, determinó establecerse en ella. No tuvo que arrepentirse.
Cinco años después, Abũ Muhammad ben Hazm volvía a Córdoba cuando, tras la caída del gobierno de los beréberes y la muerte de su califa Suleymán, se preparaba el terreno para la entronización de un nuevo califa omeya. Pero su casa y su arrabal habían desaparecido, arrasados por los beréberes. De Balãt-Mugayth sólo se mantenían en pie cuatro piedras y de las mujeres de su familia que allí moraban nada se sabía.
“Ahora son asilo de lobos, juguete de ogros, solaz de genios y cubil de fieras los parajes que habitaron hombres como leones y vírgenes como estatuas de marfil, que vivían entre delicias sin cuento… Aquellos salones y aquellos adornados gabinetes que brillaban como el sol y que con su sola contemplación ahuyentaban los pesares, ahora, invadidos por la desolación y cubiertos de ruina, son como abiertas fauces de bestias feroces que anuncian lo caduco de este mundo y te hacen ver el fin que aguarda a sus moradores… Se ha exhibido ante mis ojos la soledad de aquellos patios que eran antes angostos para contener tanta gente como por ellos discurría. Me ha parecido oír en ellos el canto del búho y de la lechuza, cuando antes no se oía más que la actividad de aquellas muchedumbres entre las cuales me crié dentro de sus muros”. [4]
Entre las paredes en que antaño se oían risas, rumor de fuentes, sones de arpas y cítaras o la musicalidad de los más hermosos poemas, ya solo se oían los silbos del viento. Indagó en mezquitas y cementerios, así como entre sus conocidos, sobre las mujeres de su casa: muchas estaban enterradas, las demás se dispersaron por distintas tierras y las poseían ya otros dueños; algunas vagaban, perdidas, por países remotos de Oriente.
Su buen amigo el poeta ben Šuhayd sonó entonces con sobrecogedores acentos:
¿No hay entre las ruinas ningún amigo
que pueda informarme?
¿A quién podría preguntar para saber
qué ha sido de Córdoba?
Por una ciudad como Córdoba
son poco abundantes las lágrimas
que vierten los ojos en torrente incontenible…
Cuando yo la conocí, todos la habitaban
en concordia, y la vida era bella.
¡Oh morada en la que el ave agorera se posó!
¡Oh Paraíso sobre el cual el viento de la adversidad
ha soplado tempestuoso, destruyéndolo,
como ha soplado sobre sus moradores, aniquilándolos!
Por entonces, ya a nadie se le ocultaba que Jayran procuraba convertirse en el nuevo “Almanzor” de un nuevo califa. Pero él, que había apoyado a ziríes, beréberes y hammudíes esperando medrar, cuando se percató de que nunca llegaría a ser el “Almanzor” de Alí ben Hammud, porque tampoco Alí era ni sería jamás un Hixem II, le retiró su apoyo y tornó a su feudo de Almería para intrigar en otra dirección. Desde allí se concertó con los eslavos de otras taifas ¡e incluso con ben Hazm! —que había regresado a Xãtiba—, y juntos urdieron el restablecimiento de la dinastía legítima en la persona de un príncipe omeya, Al-Murthada. Pero las esperanzas volvieron a frustrarse cuando el candidato fue asesinado antes de hacer su entrada en la capital. Murió en Guadix, atosigado por secuaces del eslavo Jayran cuando este se percató de que aquel omeya tampoco consentía un Almanzor. Corría el año 1018.
Y pese a todos los esfuerzos, no lograron evitar el rosario de califas que seguirían sucediéndose en el trono, experiencias que forjaron el pensamiento de ben Hazm:
“La causa primera de los males que aquejan a este reino es que todo el que gobierna una ciudad o una plaza fuerte en cualquier región de al-Ándalus, desde el primero al último, es un salteador de caminos. Si todos cuantos de corazón reprueban este estado de cosas se pusiesen de acuerdo, es seguro que los tiranos no lograrían vencer. A lo que sí estamos todos obligados es a no ayudar al tirano ni con las manos ni con la lengua, a no dorarle con apariencia de bien sus actos, a no aprobar sus maldades y a hacer pública manifestación de hostilidad hacia ellos, de corazón y con la voz… No permita Alá que aplaudamos al déspota ninguna de las órdenes que haya dado, ni le ayudemos a ejecutarlas, ni le alabemos por lo que haya hecho de ilícito. Y, si es posible exhortarle a la enmienda, exhortémosle”.[5]
Aben Hazm, viendo aposentarse en el Alcázar cordobés al segundo califa de la dinastía hammudí, retirose de nuevo a Xãtiba, donde prosiguió su vida y quehacer literario. Pero algo más tarde volvería a erigirse en alma de una conjura pro Omeya, la que llevaría al trono al joven príncipe poeta Abd al-Rahmãn ben Abd al-Yabbar, que reinaría con el nombre de Abd al-Rahmãn V. Y antes de su regreso a Córdoba llevó a cabo las últimas correcciones de su más ambiciosa obra hasta ese momento, a la que había titulado Tawq al-Hamãma —”Collar de la Paloma”— , pero antes de partir dejó enterrada en Xãtiba a su amada esclava Nuam. Parecía que un mal sino marcaba su vida, una vida calamitosa en amores, desamores, traiciones, presidios y extrañamientos.
Corría el otoño del 414 de la Hégira (1023 d.C.); Abd al-Rahmãn, el príncipe poeta, fue uno de los elegidos para componer la terna que habría de ser sometida a la aprobación del Mexwãr o Consejo de Estado para la designación del próximo califa. Convocaron los visires a nobles, religiosos, representantes del Ejército y al pueblo, y en la Mezquita Mayor, llena a rebosar, los fieles proclamaron califa a Abd al-Rahmãn por aclamación. Nombró a su gran amigo y colega Abũ Muhammad ben Hazm haŷĩb[6] de sus reinos, tras otorgarle el Doble Visirato, e hizo también visir al poeta ben Šuhayd.
Pese a su juventud y la de sus ministros, sorprendieron a todos con un gobierno serio y capaz. Pero las intrigas de Mohamed (el príncipe omeya padre de Wallãda), instigado por Jayran, dieron al fin sus frutos. El joven califa veíase cercado de infinidad de peligros. Desde su proclamación vivía rodeado de asechanzas, encontrando en su camino mil trabas para gobernar y, en pocas semanas, cerrose en torno a él el círculo de las añagazas. El eslavo Jayran había sabido mantenerse en la sombra para no despertar recelos antes de tiempo. Sagazmente, aguardó a que el negocio alcanzara la madurez que le era menester. La elección de Abd al-Rahmãn V había venido a retrasar sus planes porque él nada podía esperar de un gobierno en el que participara Abũ Muhammad ben Hazm. El escritor cordobés había llegado a conocerlo plenamente; sabía de su ambición, de sus traiciones y de su ausencia de escrúpulos tanto como él mismo. Leía en su interior como en los innumerables libros que devoraba, y él sabía sacarle el máximo partido a sus lecturas.
La conjura triunfó; el califa Abd al-Rahmãn V murió con solo 23 años en los baños califales, por propia mano de su primo Mohamed y en presencia de Jayran. Su reinado había durado solamente seis semanas. La primera medida de aquel infame fue mandar prender a los visires y consejeros de su predecesor, de modo que el leal Aben Hazm dio una vez más con sus huesos en la cárcel, mientras que ben Šuhayd, avisado a tiempo, logró huir y acogerse a Málaga.
— El tiempo dirá, aun cuando sea tarde, quién pudo ser la salvación de al-Ándalus, porque “la verdad luce y el error tartamudea” —sentenció Aben Hazm en el momento de su detención.
Cuando, por intercesión de la princesa Wallãda, recuperó su libertad, determinó abandonar la política para siempre y dedicarse a escribir lejos de Córdoba. Su ciudad natal se le había vuelto inhóspita; donde un día estuvo su casa, “corren hoy los vientos como si acudieran a una cita“, y donde creyó tener un amigo que era hechura suya y a quien él tenía ganado, descubría de pronto un enemigo feroz. Sabía que en sus manos no tenía el modo de remediar los males y desventuras de al-Ándalus. Sintiose defraudado e impotente: “Hay que acudir a Alá cuando la verdad se vea obscurecida por la falsía, cuando la justicia sea suplantada por la iniquidad y cuando en el trono de la rectitud se siente la tiranía”.
Córdoba prosiguió luego con su ristra de fugaces califas. Entretanto, Abũ Muhammad ben Hazm publicaba en Xãtiba el “Collar de la Paloma“, su gran obra de juventud, un tratado del amor, escrito desde sus experiencias personales y, por medio del cual, mucho nos dio a conocer de sí mismo, además de revelarnos numerosos detalles de la vida social y religiosa de la época. La influencia de esta obra fue considerable en la literatura medieval de los reinos cristianos, en especial en la forma de tratar el tema del amor, incluso en el Renacimiento, por lo que bien podemos decir que del amor udrí derivó el “amor cortés” de la Europa de los siglos que siguieron. En esta obra, “ben Hazm se muestra muy tolerante con el homoerotismo; la sublimación del amor cortés permite a los más conspicuos personajes expresar sus sentimientos homoeróticos sin recibir censura moral, tanto más cuando se impregnan de neoplatonismo…” (Mª Jesús Rubiera Mata)[7]. Esta obra, en prosa, pero al mismo tiempo diwan o antología poética, parece discurrir a través de civilizaciones neoplatónicas.
“Todo lo puede el amor. Por amor, los avaros se hacen generosos; los huraños desfruncen el ceño; los cobardes se vuelven intrépidos; los ásperos, sensibles; los ignorantes se pulen; los desaliñados se atildan; los sucios se limpian; los viejos rejuvenecen; los ascetas vulneran sus votos y los castos se tornan disolutos” (“El Collar de la Paloma”, de ben Hazm).
A partir de 1024-1025 d.C., desengañado ante la deriva de al-Ándalus y hastiado de la inestable política, se consagró plenamente a la redacción de sus grandes obras filosóficas, jurídicas, teológicas e históricas, al tiempo que recorría las taífas gritando su inconformismo. Se embarcó en una permanente y virulenta polémica con los alfaquíes, a los que acusaba de rutinarios y paniaguados del poder; se fue distanciando, por tanto, del ideario malikí y evolucionando hacia el zahirí, que no toleraba otra fuente en el Derecho y la Teología que el Corán y que abominaba de las interpretaciones interesadas que los religiosos hacían del Libro Sagrado.
Tornaba a Córdoba de tarde en tarde, cuando advertía que tampoco en sus largas huidas por las provincias hallaba la paz. Escribía por entonces su admirable “Historia comparada de las Religiones”. De forma intermitente, impartió cursos sobre el método zahirí junto a su maestro Abū-l-Jiyār de Santarén en la Mezquita Mayor de Córdoba, hasta que, en 1027, fue denunciado por desafiar a la escuela malikí oficial, por lo que volvió a abandonar su ciudad. Realizó frecuentes viajes por las capitales de los reinos taífas, unas veces, reclamado por ellas, otras, para dar a conocer alguna de sus últimas obras. Pero, a do quiera que iba y aunque él no lo procurara, de allí salía luego envuelto en la polémica —sobre todo con los alfaquíes—, siendo tildado de ácido y crítico; por ello, como esto tampoco a él le complaciera, sólo hallaba solaz recluido en su casa.
Con el tiempo devino en un intelectual elegíaco y colérico, molesto para políticos y religiosos, hasta llegar a convertirse en la conciencia nacional. Ante sus auditorios se manifestaba vehemente fustigador de los hipócritas, en exceso crítico con aquello que no le agradaba de su patria, desdeñoso con los aduladores, elocuente, a veces exaltado y áspero de palabra, resultando además incómodo su mucho rigor moral.
Allá por el año 1035 apenas contaba cuarenta años de edad, sin embargo, debido a sus copiosos escritos y a su gran erudición, pareciera tener muchos más. En su “Epístola en elogio de al-Ándalus” (Risãla fĩ fadl al-Andalus), hace una defensa muy nacionalista de los valores intelectuales y artísticos de los nativos andalusíes[8], aunque, además de enorgullecerse de las virtudes propias de nuestro país, censura también algunos de nuestros defectos peculiares, como puede verse en este fragmento:
“…Sus habitantes sienten envidia por el sabio que entre ellos surge y alcanza maestría en su arte; tienen en poco lo mucho que pueda hacer, rebajan sus aciertos y se ensañan, en cambio, con sus caídas y tropiezos, sobre todo mientras vive, y con doble animosidad que en cualquier otro país. Si acierta, dicen: “Es un audaz ladrón y un plagiario desvergonzado”. Si madruga en apoderarse del trofeo en la carrera, preguntan: “¿De dónde ha salido este, dónde aprendió y cuándo ha estudiado?” Si la suerte le llega luego por el camino de descollar claramente sobre sus émulos, o le hace abrirse una senda que no es la que ellos frecuentan, entonces se le declara la guerra al desgraciado, convertido en pasto de murmuraciones, cebo de calumnias, imán de censuras, presa de lenguas y blanco de ataques contra su honor. Le atribuirán lo que no ha dicho, le cargarán lo que no ha hecho, le imputarán lo que no ha proferido ni creído su corazón. Si se le ocurre escribir un libro, lo calumniarán, difamarán, contradirán y vejarán. Exagerarán y abultarán sus errores ligeros; censurarán hasta su más insignificante tropiezo; le negarán sus aciertos, callarán sus méritos y le apostrofarán e increparán por sus descuidos,…”
Y no se trataban los suyos de conocimientos teóricos ni hablaba de oídas, pues mucho llevaba vivido y sufrido.
En febrero de 1035 volvió ben Hazm a Córdoba; leal amigo hasta el final, acudió a la llamada del poeta ben Šuhayd, que agonizaba tras haber sufrido una hemiplejía el año anterior. Lo acompañó y cuidó en sus últimas semanas, refiriendo luego que sus padecimientos habían sido indecibles y que solo el efecto anestésico de la mandrágora le procuraba algún alivio, pues tanto se fue agravando su dolencia que no le sirvieron ya los recursos de la medicina, hasta que pasó a la misericordia de Alá. Incluso le hizo ben Šuhayd depositario de sus últimas voluntades sobre la forma de enterramiento que el difunto deseaba. Fue poco después cuando nuestro genial polígrafo se pronunció, con motivo de la coronación del falso califa Hixem II en la taífa de Sevilla, manifestando en su obra “Naqt al-arũs” (El Bordado de la Novia):
Superchería semejante a ésa no aconteció jamás en el mundo; que apareciese un hombre, a quien se llamó Jalaf el esterero, después de tantos años de haber muerto Hixem ben Alhaqem, y que fuese tenido aquél por este, y se le proclamase emir y se hiciese la oración en su nombre sobre todos los púlpitos de al-Ándalus…
Tras estos sucesos, Aben Hazm siguió morando en las coras levantinas, pero viajaba e impartía enseñanzas por todas las taífas de al-Ándalus, donde lo admiraban y temían por igual. Por doquiera que pasaba, dejaba tras él un rastro de ingenio y saber, pero también de irritación y polémica. De tarde en tarde se dejaba caer por Córdoba y por el salón de Wallãda, que en esos días se ponía a rebosar y se enseñoreaban en él la erudición y la controversia. Tan incómodo comenzaba a sentirse en su residencia levantina que ya acariciaba la idea de mudarse a Madina Mayũrqa (Palma de Mallorca), en la Islas Orientales. Sentíase solo y, sin embargo, procuraba la soledad. Hasta sus hijos habíanse ya distanciado de él[9].
Un día impreciso de primavera del año cristiano de 1048, llegó a Sevilla el maestro Aben Hazm, invitado a impartir un curso para estudiantes y a fin de dar algunas charlas sobre ciencias jurídicas. Procedía en esta ocasión de Mayũrqa, ya que allí moraba desde hacía algunos años y donde había recalado cuando se percató de que su presencia incómoda no era ya bien tolerada en ningún lugar de la península. Pozo de sabiduría incomprendido y solitario, áspero y crítico polemista de íntegra conciencia y espíritu inconformista, tenía Aben Hazm ese carácter común a tantos sabios hispanos. En su nueva residencia había sido acogido por el walí de la isla en representación de Muŷahid, régulo de Denia y, luego, de su sucesor, ya que las islas orientales se hallaban englobadas en dicha taífa.
En Sevilla su actuación no fue muy diferente a las de otros lugares. Pronto resonaron los ecos de las polémicas que allí estaban levantando sus enardecidos debates, que eran siempre de muy elevado alcance y en los que, más pronto que tarde, acababa por lograr implicar a cuanto sabio, alfaquí, teólogo y jurista hubiera en muchas leguas a la redonda. La defensa de sus posturas zahiríes y sus críticas, más picantes que la pimienta, dieron lugar a un enfrentamiento sonado con los alfaquíes de la ciudad, seguidores todos de la corriente malikí más ortodoxa e intransigente. Lo que vino después era de esperar: de un lado, los alfaquíes y sus místicos seguidores de los ojos en blanco y los golpes de pecho lo presionaban, exigiendo que se retractase de más verdades de las que había dicho; de otro, el advenedizo haŷĩb de Sevilla, al-Mutadid, que era constantemente puesto por él en evidencia al hacer sus acostumbradas defensas de la legitimidad omeya…, todo confluyó para que le fuera prohibido disertar en público, y a los estudiantes, seguir sus enseñanzas. Se le dio un breve plazo para abandonar la ciudad y sus términos.
Pocas jornadas más tarde, Abbad al-Mutadid decretaba la destrucción por el fuego de todas las obras del maestro cordobés. Sus órdenes al punto fueron cumplidas; se expurgaron las bibliotecas, mezquitas y escuelas coránicas sevillanas, y las obras de Abũ Muhammad ben Hazm fueron públicamente desgarradas y luego quemadas ante la Mezquita-Aljama de la capital. Cuando llegó a conocimiento de ben Hazm la aniquilación de sus obras por orden del señor de Sevilla, escribió un alegato en defensa de su causa y condenando el atropello, que circuló no solo por esta ciudad, sino también por el resto de al-Ándalus. El documento concluía con estas palabras:
Y es que aunque queméis el papel
nunca quemaréis lo que contiene,
puesto que en mi interior lo llevo,
viaja siempre conmigo cuando cabalgo,
conmigo duerme cuando descanso,
y en mi tumba será enterrado luego.
Y con esta medida, en Sevilla acababan de cerrarle la puerta del último hogar al que aspiraba, porque a Mayũrqa no pensaba retornar. Había salido de allí unas semanas antes con orden de no volver porque, resentidos los alfaquíes de aquellas islas por resultar siempre vencidos en sus controversias, se procuraron un refuerzo de altos vuelos, uno de los jurisperitos más insignes de todo al-Ándalus, un natural de Beja (Portugal), llamado Abũ-l-Walĩd Suleymán al-Bãŷĩ, riguroso defensor del derecho malikí. Ya desde el día del primer debate entre ambos, al-Bãŷĩ le reprochó que, mientras él había estudiado a la luz de un candil cuando trabajaba como vigilante nocturno de un mercado, ben Hazm en cambio, lo había hecho alumbrándose con lámpara de oro.
— “Verdad dices —contestó el eminente cordobés—, pero lo mío tiene mucho más mérito, porque a mí me faltaba ese acicate que supone la necesidad o el afán de mejorar de posición, ya que mi progreso se debió exclusivamente a mi amor por la Letras, las Ciencias, la Religión y las Artes” —.
Desde aquel día, sus controversias cada vez fueron más encarnizadas, y los fieles seguidores de ambos también se enfrentaban entre sí. Mayũrqa, ideológicamente, se hallaba en pie de guerra; la triste consecuencia fue que, con gran desabrimiento, fue invitado ben Hazm a abandonar la para otros tan hospitalaria isla. Pensó buscar en el exilio a remotos países de Oriente lo que en el suyo se le escatimaba, pero más penoso sería que se lo negasen lejos de casa, y algo escribió sobre esto. La conclusión fue: —“¡Aléjate de mí, oh perla de la China, quea mí me basta con el rubí de al-Ándalus!”.
Se equivocaban al juzgarlo. Los ojos tienen por diminuto al astro, pero la culpa de la pequeñez es del ojo y no del lucero, dice un conocido proverbio árabe. Aben Hazm se sentía cansado; después de haber errado por Almería, Xãtiba, Málaga, Talavera, Denia, Zaragoza, Sevilla, Mallorca… todas las puertas se le cerraban, mientras que el vetusto caserón familiar de Montija (Huelva) le brindaba la soledad cada vez más anhelada. Ese fue su refugio. Allí escribió a placer y sin descanso, y le sobraba tiempo para ensimismarse en sus recuerdos, y entonces el pasado lo atrapaba: “los recuerdos se enredan como las cerezas y unos traen a otros a la memoria, enlazados en sarta“.
Nuestro polígrafo universal, escritor desde la adolescencia, cultivó todos los géneros de su epoca; la pasión sentimental e intelectual impregnó su vasta obra: teológica, ética, jurídica, histórica, polémica, poética… Además de las citadas, otras obras suyas son: Falsafat al-ajlãq(Los caracteres y la conducta), Fisãl… (Historia crítica de las religiones, sectas y escuelas), Ŷamharat ansãb al-`arab (Linajes árabes), Polémica teológica con ben Nagrella…, etc.
En la primavera de 1064 falleció el gran maestro Abũ Muhammad Alí ben Hazm, a los setenta años de su edad; murió en la vieja casona de sus antepasados, Manta Lisham, en términos de Montija (Huelva), donde habíase procurado recoleto retiro. Recordémoslo con estos versos, en los que él mismo se define:
Hice de la desesperación mi castillo y mi coraza,
pero no quiero disfrazarme de víctima de la injusticia.
Más que todo vale para mí
eso poquito que me permite no necesitar a nadie.
Estando firmes mi religión y mi honor,
en nada tengo lo que se va de mi lado.
El ayer se fue; el mañana no sé si lo alcanzaré,
¿de qué voy a afligirme?
Publicado en Las Nueve Musas
[1] – Muladí, hispano converso al Islam; musulmán autóctono de Hispania. [2] – Amirí, leal seguidor de Almanzor y sus hijos; relativo al gobierno de estos. [3] – “El Collar de Aljófar“, novela histórica de Carmen Panadero. [4] – Abũ Muhammad ´Alí ibn Hazm. [5] -Ben Hazm habla aquí con sus propias palabras; fragmento de su obra “Un códice inexplorado”. [6] – Haŷĩb, primer ministro de un gobierno musulmán; Gran Visir. Solía poseer doble visirato. [7] – “Literatura Hispanoárabe“, de Mª Jesús Rubiera Mata.- Publicaciones de la Univesidad de Alicante, San Vicente del Raspeig (Alicante), 2004. [8] – “Ibn Hazm, bibliographe et apologiste de l ´Espagne musulmane“, en “Al-Andalus”, de Ch. Pellat, 1954. [9] – “El Collar de Aljófar“, de Carmen Panadero.