Ziryãb: algo más que un «influencer» andalusí
Por Carmen Panadero Delgado
Hoy, que tanto se habla de los influencers, cuando tantos jóvenes sueñan con serlo y, gracias a la informática y las redes sociales, tan relativamente fácil resulta alcanzarlo —incluso sin méritos reales—, viene a cuento recordar la figura de Ziryãb, quien ya en el siglo IX logró influir no solo en al-Ándalus y reinos cristianos peninsulares, sino en toda Europa, implantando modas y refinadas costumbres orientales. Pero, en contra de lo que muchos creen y como a continuación probaremos, su influencia no se limitó al ámbito de la mera frivolidad, sino que alcanzó verdadera relevancia cultural.
Ziryãb fue algo más que el Petronio andalusí —aunque eso también—, fue un artista consumado en diversas ramas e, incluso, un auténtico pedagogo de la Música.
Su verdadero nombre fue Abũ-l-Hasan Alí ibn Nãfi (أبو الحسن علي ابن نافع), aunque fue más conocido como Ziryãb —“Mirlo” en árabe—, a causa de su piel oscura, su canto melodioso y su carácter agradable. Nació aproximadamente en 789 d.C. en la ciudad iraquí de Mosul, bajo pleno dominio del Califato Abbasida, y según algunas fuentes era de origen kurdo. Durante su infancia y adolescencia, fue discípulo del eminente músico Ishãq ibn Ibrahĩm al-Mawsilĩ (767-850) —venerado maestro de la escuela Udist en Bagdad y músico oficial de la Corte califal—, quien lo aceptó entre su muy escogido alumnado cuando se percató de su ansia de saber, su inteligencia y notables dones.
Algún tiempo después, fue presentado por el maestro como su alumno más aventajado ante el califa Hãrũn al-Rašĩd (786-809), quien quedó muy favorablemente impresionado por el joven músico, por su originalidad como cantante y, sobre todo, por el uso que hacía de un “ũd” [1] de propia invención. Como el califa pidiera que le hiciera una demostración, respondió el joven:
“Si Su Alteza quiere oírme tocar algo a la manera de mi maestro, me acompañaré de su instrumento, pero si quiere conocer el método que inventé, necesito el ũd que elaboré para mí mismo. Mi instrumento, si bien tiene las mismas dimensiones y madera que el ordinario, es alrededor de un tercio menos pesado; sus dos primeras cuerdas (zĩr/mathnã) están hechas de seda hilada en agua fría, bien tensadas, pero flexibles sin ser blandas, y son más fuertes que las cuerdas utilizadas habitualmente, cuya seda ha sido torcida después de empapadas en agua muy caliente. En cuanto a la tercera y la cuarta (mathlath/bamm) de mi ũd, se hacen con los intestinos de un cachorro de león, lo que les permite sonidos más melodiosos, claros y densos. Su uso es más duradero y son más resistentes a los cambios de temperatura que las cuerdas hechas con los intestinos de otros animales“.[2]
Autorizado por el califa, el joven Ziryãb entonó los versos y la música que había compuesto especialmente para él, y lo hizo tañendo su propio ũd. El soberano no pudo ocultar su entusiasmo y manifestó su afán por convertirlo en músico de su corte. Pero su maestro Ishãq al punto se percató de que las cualidades y el Arte de Ziryãb eran más inefables incluso de lo que él había intuido; advirtió que, siendo aún su alumno, ya podía hacerle sombra y que él mismo había facilitado la entrada al palacio de quien sin duda estaba resuelto a desplazarlo de su posición de privilegio. A partir de ese momento todo su afán estribó en librarse del rival más peligroso para sus ambiciones, el competidor más serio que podía encontrar en todo el Califato de Bagdad; y para lograrlo no dudó en emplear todo su poder y cuantos medios halló a su alcance para librarse de su antes dilecto discípulo y obligarlo a abandonar el país. Dolido con la actitud de su admirado maestro y no ignorando el poder que había llegado a acumular Ishãq al-Mawsilĩ, determinó emigrar.
Después de pasar por Alejandría, viajó hasta al-Magreb y se asentó en Ifrĩqiyya[3], país donde entonces reinaba la dinastía aglabí. Tras instalarse en la capital, Qayrawãn, fue dándose a conocer, relacionándose con los músicos más afamados, hasta que consiguió deslumbrar al emir aghlabí Ziyãt-Allãh I (816-837), quien contrató sus servicios con muy ventajosas condiciones y emolumentos. Allí la reputación del genial artista creció pronto y se extendió hasta más allá de las fronteras del país. La vida artística del barrio de Qayrawán donde residía hervía de animación gracias a él; la alegría y el nivel de sus actividades creativas lograron que aquel barrio llegara a ser conocido por su nombre: “al-hay al-ziryãbĩ “. Este hecho habla por sí solo de la importancia que tuvo la estancia de Ziryãb en la capital aghlabí. Y así fue gracias a la protección del emir; hasta que perdió ese favor con que era distinguido al sentirse Ziyãt-Allãh ofendido por unos versos del artista, que en consecuencia fue sentenciado al látigo y, más tarde, desterrado. Corría el año 821 d.C.
Este penoso incidente fue presenciado, casualmente, por un embajador del emir omeya al-Haqem I de al-Ándalus ante la corte aglabí; el embajador Mansũr al-Mughannĩ había viajado a Qayrawãn con alguna misión política, pero también llevaba el objetivo de conseguir músicos para la corte andalusí, ya que hasta Córdoba había llegado noticia del ambiente cultural que Ziryãb había creado en Ifrĩqiyya. Al-Mughannĩ lo invitó a seguirle hasta Córdoba para entrar al servicio del emir omeya. Pero, ya en 822, apenas pisado suelo peninsular en al-Jazĩra al-Hadrã (Algeciras, la Isla Verde), la suerte le volvió una vez más la espalda al recibir la noticia de la muerte de al-Haqem I. “Algunos lo describieron cuando su llegada a al-Jazĩra, con un sombrero de astrakán que cubríale la frente hasta las cejas, despejando sus orejas y cuello, con su barba teñida de henna y, bajo sus párpados ennegrecidos con kohol, sus ojos brillan… A su paso, rodeado de sus mujeres jóvenes y hermosas y sus muchos hijos, emana un agradable aroma de flores”[4] (Mahmoud Guettat). No obstante, aunque al-Haqem hubiera muerto, Abd al-Rahmãn II, su hijo y sucesor, era aún mayor amante de la poesía y la música que su padre y contrató sus servicios; le ofreció un palacio en Córdoba, una al-munya en su alfoz valorada en 40.000 dinares, una pensión anual de 5.640 dinares, 300 almudes anuales de cereales y otros muchos privilegios, y todo ello antes de haberlo oído cantar.
No tardó en darse a conocer Ziryãb en la corte cordobesa; no era su misión pasar inadvertido y, además, estaba incapacitado para conseguirlo. Pronto alcanzó renombre, y todo el que quisiera deslumbrar con sus fiestas no podía olvidarse de invitarlo; entre la jassa (aristocracia andalusí) ya no se pudo prescindir de él. No solo introdujo usos y refinamientos orientales, también creó modas nuevas tanto en el vestir como en el peinado o en el corte de barba, implantó usos culinarios, como el orden en que debían servirse los platos en la mesa, el cambio de las copas de metal por las de cristal para degustar el vino, los manteles de cuero fino, alimentos desconocidos hasta entonces… y convirtió en distracción obligada en reuniones de la alta sociedad el juego del ajedrez (al-šatrãn).
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