El cruel al-Mutadid, rey taifa de Sevilla
Por: Carmen Panadero Delgdo
Tras la desintegración del Califato de Córdoba, la taifa de Sevilla, regida por el qadí (juez) Muhammad ben Abbad, fue la que más aprisa prosperó y, aunque al principio este gobernante sólo formó parte de una oligarquía, sus sucesores gobernaron ya a título de rey.
La Corte de Sevilla había ido logrando pausadamente relieve cultural, sobre todo desde que con motivo de las guerras civiles Córdoba viera marchar al exilio a buena parte de sus sabios y escritores; gran número de ellos fue acogido generosamente por el juez.
El gusto por la poesía en la ciudad creció rápidamente, hasta que no quedó un sevillano que no hiciera sus ensayos en el rimar con mayor o menor fortuna. Buena parte de los escogidos maestros que el juez había asignado a sus hijos —Ismaíl, el mayor, y su hermano Abbad ben Muhammad— procedían de aquel grupo de refugiados cordobeses y, por consiguiente, la formación de los vástagos abbadíes había sido completa y esmerada.
El qadí ben Abbad hizo venir en 1035 desde Calatrava al falso Hixem II (el esterero) y lo coronó de nuevo como califa, para así negar obediencia al califa hammudí Yahyã ben Hammud. Pronto llegó la respuesta de este, y los enemigos entraban por tierras sevillanas y estragaban su alfoz con Yahyã en persona a la cabeza de sus huestes. Un día recibió el juez un oportuno aviso informando de que el hammudí a diario se emborrachaba al atardecer en su campamento de Carmona; y una tarde de diciembre, partió el ejército sevillano contra él, siendo encabezadas las mesnadas de vanguardia por Ismaíl, el heredero abbadí; a su diestra marchaba su muy joven hermano, Abbad ben Muhammad. Caliente con el vino, Yahyã no se detuvo a formar sus haces en batalla como convenía y se precipitó alocadamente contra los atacantes. Por ello, no representó dificultad alguna abatir al tambaleante hammudí de su caballo y, al ser exhibida su cabeza en la punta de una pica, el ejército enemigo se dio a la fuga; siguiéronle los sevillanos a los alcances e hicieron en ellos despiadada matanza. Así acabó el califa Yahyã ben Alí ben Hammud un día de fines de diciembre de 1035 d.C.
En junio de 1036, en Alcalá de Guadaíra, enfrentose Sevilla de nuevo contra los hammudíes de Málaga y Algeciras, que unidos a los ziríes de Granada volvieron a atacar la taifa sevillana, cuyas tropas iban acaudilladas por el primogénito de ben Abbad, Ismail, resultando muerto este en una escalofriante batalla. Cuando el rey zirí Habbus supo que había muerto el heredero de los Beni Abbad, mandó cortarle la cabeza, pasearla en la punta de una jabalina por el campo y, luego, enviarla canforada a Bobastro, donde el nuevo califa hammudí, Idris, se reponía de una dolencia, ofreciéndosela como la más delicada merced. Días después de enterrado el primogénito, recibía su hermano Abbad ben Muhammad el título de ̀Imad al-Dawla —heredero— del reino de Sevilla. Un baño de refinamiento y cultura encubría en Abbad su crueldad, su astucia y su lascivia, muy manifiestas ya pese a su mucha juventud (20 años por entonces); aún no tenía esposa, pero ya contaba con uno de los harenes más nutridos de la ciudad en concubinas y esclavas.
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