Ben Zaydũn, el gran poeta de Córdoba y al-Ándalus
Por: Carmen Panadero
Abũ-l-Walĩd Ahmad ben Zaydũn nació en Córdoba en el año 1003 d.C., justo cuando, tras la muerte de Almanzor, el Califato andalusí va a iniciar su lento declinar.
Es considerado uno de los mejores poetas universales en lengua árabe y es estudiado como uno de sus clásicos en las universidades.
Su apasionada relación amorosa con la princesa omeya Wallãda dio como fruto sus más hermosos versos, universalmente conocidos, algunos de los cuales llegaron a reproducirse hasta en “Las mil y una noches”.
La popularidad alcanzada con su poesía le dio también acceso a la vida política; participó en la llegada al poder de Abũ-l-Hazm ben al-Yahwar, que dio paso del Califato a la taifa de Córdoba, llegando a ser diplomático y visir de varios gobiernos, entre otros, además de en Córdoba, en los de al-Mutadid y al-Mutamid de Sevilla.
Conoció a Wallãda en el Alcázar cordobés en una ocasión en que ella fuera invitada a recitar en presencia del califa hammudí al-Qasim. Él trabajaba como alqatib del almojarife o administrador de cuentas del Alcázar, y presenció aquella actuación.
— [1]Lleva impresa la marca de los elegidos por el hado —declaró a un alto funcionario su joven alqatib, de nombre Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn, que con tan solo veinte años de su edad conciliaba su trabajo de escribano con el estudio de las leyes y con la creación de poemas de gran talento y de métricas de ejecución impecable, que hacían ya las delicias de Córdoba, y por ello sabía apreciar el mérito de los buenos ingenios.
— En verdad que sí; convengo contigo, Abũ-l-Walĩd. Tenemos el privilegio de asistir a la presentación de una autora de excepción —asintió como hechizado el funcionario y sin lograr apartar sus ojos de ella.
Cuando la voz de la princesa se extinguió, el entusiasmo incontenible del califa y de sus invitados estalló en aplausos y vítores, y muchos fueron los que la rodearon tratando de estrechar su mano. Ella se mostró amable con todos y ofreció su diestra a los más entusiastas, entre los que se contó el joven alqatib Aben Zaydũn.
Días más tarde, recibía la princesa en su hogar, Qasr al-Maxuq (Palacio del Enamorado), una vitela sellada. Tras desplegarla, leyó:
Te vi, chiquilla de ojos bellos.
Te sentí, fragancia deleitosa,
aliento embalsamado,
aroma que caló hasta mi entraña.
Me tendiste la mano al pasar a mi lado,
y alcancé que eras la mujer
que mi destino había hechizado.
— Dice que le di la mano. En la recepción del Alcázar, cuando acabé de recitar, muchos fueron los que se aproximaron para felicitarme y a algunos tendí mi diestra en agradecimiento. Creo que podría tratarse del joven alqatib de un alto funcionario, porque es el único al que, al presentármelo, se refirieron como que era ya un extraordinario poeta. Pero, de haberlo sabido, me habría fijado con mayor atención. ¡Qué pena!, no puedo ponerle rostro; ni siquiera nombre. Solo recuerdo unos ojos negros, de mirada intensa y clavada en mí. Si volviera a enviarme versos, quizás alguna vez se atreva a firmarlos.
Poco después, Mohamed ben al-Mustakfi, príncipe omeya y padre de Wallãda, ascendía al trono como califa tras haber asesinado a su primo, el califa anterior. Lo primero que hizo fue perseguir a los intelectuales y prohibir los recitales de poesía. Su propia hija, con solo diecisiete años de edad, resolvió encabezar la rebeldía de los poetas y artistas proscritos. El primer paso fue vulnerar la orden expresa del califa y convocar una velada literaria en el Palacio del Enamorado para todos aquellos poetas, escritores, sabios y eruditos que continuaban en libertad. No podía faltar a la cita el joven alqatib y poeta Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn. Cuando fue presentado a la princesa, esta reconoció en él al joven que entrevió en aquella fiesta del Alcázar en la que fue forzada a declamar ante el califa Al-Qasim, hacía ya un año. Numerosos fueron los poetas que recitaron sus obras. Desde lejos, Wallãda observaba al brillante alqatib y tan apuesto le parecía que deseó que Aben Zaydũn y su admirador secreto fuesen la misma persona. Llegado su turno, el joven subió a la tarima; en su diestra portaba un papel de color crudo y, tras una fugaz ojeada, recitó:
Me bastará con poder verte,
me conformaré con tu saludo breve
nunca osaré pedirte que colmes mi ansia,
pero lucharé por robarte una mirada,
esa que ya me pertenece.
Iba ya a retirarse cuando se hizo monástico silencio, dándole a entender que todos le rogaban que prosiguiera. Como la princesa también aguardara, exclamó:
¡Oh noche, detente!
Merced a tus sombras sueño que estoy con ella.
¡Oh noche! Cuéntale que yo gozo con los deseos
que hacia ella me inspiras. Por Alá, dime:
¿Está ella pensando también en mí?
Por Alá, dime: ¿Habré de aguardar mucho más
a que me ordene que la quiera?
Volvió a mirarla, pero ella callaba, temerosa de que la voz la delatara. Limitose a indicar al joven con un gesto de su mano que tuviera a bien proseguir. Y así lo hizo él:
Mi afán supremo es lograr tu amor;
ruego que la fortuna propicie unirme a ti.
Lloran tu ausencia unos ojos cuya pupila eres tú
y a los que el sueño abandonó porque no pueden verte.
Tú eres mi vida: si no puedo tenerte,
que caven mi tumba y ya con el sudario me amortajen.
Tras la velada, quedó la princesa convencida de que los versos anónimos que con cierta regularidad venía recibiendo eran de este joven poeta cuya galanura tanto la turbaba. Días después, alguien le vino con la noticia:
— ¿Conoces la buena nueva? Aben Zaydũn ha sido ascendido. Ya sabes que era alqatib del almojarife de las cuentas del Alcázar. Pues, debido al retiro de este por su edad, resolvieron dejar el cargo en manos del poeta. ¡Es admirable! Con solo veintidós años ha alcanzado un nombramiento que viene a otorgarle rango parejo al de visir. Ayer fue cuando se hizo público.
Discretos golpes en la puerta interrumpieron aquel coloquio. Una esclava traía un mensaje para Wallãda; sobre la bandeja de plata delicadamente labrada, un pergamino teñido en color verde musgo pálido se mostraba atado con hermosas cintas doradas, fijadas con firmes sellos. Cuando volvió a salir la esclava, rompió la princesa los sellos y desenrolló la vitela. Una exclamación escapó de sus labios. Era un poema y decía así:
Tú, entre toda la creación, eres mi alegría
y la máxima aspiración que al Tiempo pido.
Siempre que la angustia me acomete,
tu recuerdo es mi vino y mi arrayán.
Por ti daría hasta el último aliento que poseo;
pero tengo paciencia
y aguardo sediento junto al agua cristalina
a que sea tu mano quien me la ofrezca.
Tengo esperanza y sé que,
cuando no haya testigos,
obtendré de su semilla el fruto que espero.
Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn
¡Venía firmado! ¡Por primera vez aparecía la firma anhelada al pie del poema! Gruesas lágrimas descendían por las mejillas de Wallãda.
El salón literario que Wallãda abría en su Palacio todos los jueves[2] fue acogido por la intelectualidad cordobesa como una ilusión en medio de la cruda realidad, como la linterna marina que emerge en la lóbrega noche del océano, como el espejismo de un oasis que viene a hacer creer que ya se alcanza el fin de la sed y la esterilidad. A Córdoba le era menester soñar que había recobrado ya su esplendor y prosperidad. Desde que el salón abriera sus puertas el primer día, ya hizo presagiar que iba a convertirse en el alma de Córdoba.
Cuando llegaba la hora de recitar a Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn, una fragorosa ovación estallaba entre la concurrencia. En Wallãda, pese a su esfuerzo por aparentar naturalidad, percibíase brillo febril en sus ojos. Aben Zaydũn aguardaba a que se hiciese el silencio para, cuando todos estuvieran pendientes de sus labios, comenzar así:
Es de sangre real, y, si de lodo
mano divina modeló a los hombres,
a ella tan solo la creó de almizcle
o de plata sin mezcla, que coronan,
como sin par atavío, hebrillas de oro.
Tan leve que le pesan si se inclina
las margaritas del collar; tan delicada
que su piel ensangrientan las ajorcas.
Aunque envuelta en sus velos solo un punto
le dé la luz, el sol es la nodriza
que la amamanta de dorada leche,
y en su mejilla remansado queda
un brillo de luceros, que la adorna
y al par la guarda del mirar maligno.
No puedo competir con tanto rango,
pero sí en el amor, y eso me baste.
Estruendosos aplausos cerraron la apasionada intervención del poeta. A nadie le quedaban ya dudas de a quién dedicaba Aben Zaydũn sus enamorados versos. Se alzó Wallãda de su asiento y subió a la tarima; clavó hechicera mirada en los ojos de Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn y recitó un hermoso poema que hablaba de renuncias y separación, en muy difícil rima. Luego, volvió a su sitial.
Entonces Aben Zaydũn volvió a ocupar su lugar en la tarima, deslizó sus largos dedos entre los negros cabellos, retirándolos de su frente, y recitó con voz apasionada, prendida la mirada en la de su amada, como si solo ellos dos poblasen aquel salón:
Podría haber entre nosotros, si quisieras,
algo que no se pierde,
un secreto jamás publicado
aunque otros se divulguen.
¡Tú nada harías por lograr mi compañía!
Mientras yo, si recibiera la vida misma
a cambio de mi dicha contigo, no la cambiaría.
Te bastará saber que, si cargaste mi corazón
con lo que ningún otro podría soportar, yo puedo.
Sé altiva, yo aguanto;
esquiva, yo paciente;
orgullosa, yo me humillo;
aléjate, te sigo;
habla, te escucho;
manda, obedezco.
La ovación fue vehemente y fragorosa. Si el poema de Wallãda había admirado por su misterio y complejidad, en el de Zaydũn cada palabra rebosaba amor, al tiempo que presentaba una técnica irreprochable y un conmovedor final en el que incrustaba aquellos seis imperativos y seis personas “yo” de futuro. Entre la concurrencia afirmábase la creencia de que ambos poetas se hablaban de amor ante los presentes. La emoción subió de tono cuando la princesa omeya se irguió sin abandonar su sitial y desde allí contestó; un velo húmedo acrecentaba el brillo del azul-lirio de sus ojos. Recitó con voz dulce y rendida:
Cuando caigan las sombras de la noche,
espera mi visita,
pues veo que es la noche
quien mejor encubre los secretos.
Siento tal amor por ti
que, si lo hubiera sentido el sol,
jamás volvería a brillar,
si lo sintiera la luna,
no se alzaría ya en el cielo,
y, si las estrellas lo hubieran gozado,
no emprenderían más su viaje nocturno.
A nadie entre el auditorio le quedaba ya duda alguna de que aquello, más que de juegos florales, tratábase de un coloquio amoroso en toda regla. Pero ellos dos, con esa venda con que ciega el amor, aún hablaban de secreto. A la mañana siguiente y en días sucesivos, por toda Córdoba circulaban de mano en mano aquellos versos enamorados; en calles y mentideros, en baños y mercados, en escuelas, lavaderos y mezquitas, se recitaban ya de memoria los poemas de Wallãda y ben Zaydũn.
Como anunciara la princesa en sus versos, en el anochecer del viernes, fragante y cálido, un palanquín partió de Qasr al-Maxuq, cruzó la ciudad en dirección norte y salió por la Puerta del León, rumbo a la ladera de la sierra. Ascendió la cuesta, dejó atrás la Munya Real y el Palacio de al-Ruzãfa y se detuvo en una propiedad que pertenecía a la familia de los Beni-Zaydũn, conocida como al-Yafariyya. Al palanquín se le vio regresar de nuevo al Palacio del Enamorado al alba del siguiente día, cuando los almuédanos acababan de convocar al azaláde la aurora.
En posteriores veladas literarias, de pie y frente a frente, la princesa y el poeta prosiguieron sus amorosos coloquios. Y recitaba ella:
Diríase que no hemos pasado juntos la noche
sin más terceros que nuestra propia unión,
mientras nuestra buena estrella
hacía bajar los ojos de nuestros censores.
Éramos dos secretos
en el corazón de las tinieblas que nos ocultaban,
hasta que la lengua de la aurora
estaba a punto de denunciarnos.
Aben Zaydũn alzaba luego su voz, acariciadora:
Las perlas del rocío estaban esparcidas;
el vino puro y generoso de la felicidad
estaba contenido en nosotros.
Pero, cuando avivamos el fuego del amor
y el objeto de nuestro anhelo maduró,
cada uno de nosotros declaró su amor
y expuso los secretos de su alma.
Nos pasamos la noche
en beber el néctar de los labios.
Con esto ya había tema suficiente para dar pábulo al día siguiente a las habladurías y entretener el ocio de todos los mentideros de Córdoba. Por esos días, los amores de Zaydũn y Wallãda alcanzaban su plenitud. Los enamorados poetas se encontraban y amaban con regularidad, unas veces en la munya al-Yafariyya, otras, en Medina al-Zahãra. Sus citas siempre tenían lugar durante la noche; noches intensas, según dejaban traslucir los apasionados versos de ambos amantes. Wallãda escribía: — “…los días hacíanse eternos, las noches poseían la brevedad de un instante”.
Evitaban así los encuentros en el Palacio del Enamorado por tratar de mantenerlos en la mayor reserva, rodeando de extrema cautela aquel amor tan secreto, tan secreto que de todos era conocido y del que toda Córdoba participaba.
Agonizaba el califato. Hastiados del continuo trasiego de califas, cuando el salón cerraba sus puertas, un grupo de notables permanecía en su interior, entre ellos el poeta Aben Zaydũn, el presidente del Consejo de Estado, ben al-Yahwar, el historiador ben Hayyãn y un alto funcionario, ben Abdús al-Asbahĩ, que habían logrado interesar a Wallãda en sus proyectos. Sentados muy juntos para no verse obligados a alzar la voz y casi en penumbra, los conjurados platicaban. (“El Collar de Aljófar”)
Había sonado la hora de actuar de forma contundente. Todos coincidían en que la descomposición del Califato conducía sin remedio a la división y ruina de al-Ándalus. Sentíanse abrumados por tantos intentos anteriores fracasados y al advertir que el gobierno de Hixem III era ya uno más malogrado. Apremiaba acabar con tanta inestabilidad y dejar caer el Califato. Ben al-Yahwar, ben Zaydũn, ben Hayyãn, ben Abdús y algunos más comenzaron por marcar los fines y el espíritu de aquel proyecto: el fin último debiera ser detener la desintegración de al-Ándalus. Sentirían como un fracaso acometer empresa tan osada para acabar por crear una taifa más: la de Córdoba.
También acordaron que, a todo trance, debían mantener a los religiosos al margen de la política; que gobernarían con el Libro Sagrado en la mano, eso sí, pero logrando que los alfaquíes cesaran en sus intrigas y renunciaran a elegir y derrocar califas como venían haciéndolo. Ellos arruinaron el mandato del único entre los últimos califas que pudo ser remedio para los males de al-Ándalus, Abd al-Rahmãn V, y mucho tuvieron que ver en el fracaso de otros. Y así lograron definir el espíritu que había de animar a aquel grupo: la unidad de al-Ándalus y la separación entre lo religioso y lo político.
Pero no dejaban de tener presente la dificultad que entrañaba llevarlo a término, pues muchos eran los resueltos a destronar a Hixem III, pero reemplazar a un califa por una oligarquía, nadie, salvo ellos, lo había considerado. Las ideas y sentimientos del pueblo seguían siendo monárquicos; aún no entendían sus vidas sin un soberano.
En cualquier caso, estaban resueltos a no adoptar medidas cruentas. Extremaron a partir de entonces las precauciones, evitando ser vistos con cualquier otro miembro del grupo, tanto en público como en privado. Encuentros como aquel fueron pocos y breves; los indispensables para llevar a feliz término lo que aquel día emprendían. Únicamente, debían mantenerse las veladas literarias para no despertar sospechas.
Entraban así Wallãda y Zaydũn en una etapa en que debían renunciar a sus citas y volver a limitarse al coloquio literario de los jueves. Aquel atardecer supieron los invitados al salón que alguna contrariedad afligía a los amantes al oír a Zaydũn recitar:
Sé fiel, y, si la unión no es hacedera,
contento me verás con el recuerdo
y con verte en sueños resignado.
Por feliz me daré si me responden
tus blanquísimas manos adorables,
que sin cesar en prestamo me diste.
La paz de Dios te envío mientras dure
el dulce amor que guardo y que me guardas.
Semanas después, cuando ya el aliento helado doblaba los esqueletos de los árboles, Wallãda escribía entristecida:
Tras tan larga separación,
¿no habrá medio de unirnos?
¡Ay! Los amantes todos de sus penas se quejan.
Paso las horas de la cita en el invierno
sobre las ascuas ardientes del deseo,
¿y cómo no, si estamos separados?
¡Qué pronto me ha traído mi destino lo que temía!
Mas las noches pasan
y la separación no se termina
ni la paciencia me libera
de los grilletes de la añoranza.
Era el 30 de noviembre de 1031 cuando el último califa huyó de Córdoba y encontró amparo en la taifa de Zaragoza, donde moriría cinco años más tarde. El Consejo de Estado y los notables domeñaron el motín popular, apaciguaron a la nobleza y desterraron al último pretendiente al trono. Esto suponía la caída definitiva del Califato de Córdoba. Cuando llegó la hora de constituir nuevo gobierno, todos pensaron en el Presidente del Consejo de Estado, ben al-Yahwar.
Nombró como visires a ben Abdús al-Asbahĩ y al poeta Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn—a quien confió también la inspección de las recaudaciones de los tributos mozárabes—, y fue designado como secretario o alqatib el historiador ben Hayyãn.
Pero, en 1032, cumplíase un año de estos sucesos y ya habían surgido discordias entre los visires que componían el gobierno. Las más sonadas, aunque no las únicas, eran las pendencias entre ben Abdús al-Asbahĩ y Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn, que de todos era sabido tenían origen en su rivalidad en el amor. La chispa de sus diferencias personales por el amor de Wallãda prendió, extendiéndose con premura el voraz incendio, que alcanzó hasta las mismas sesiones del Consejo de Visires. Pero los celos y el odio que sentía ben Zaydũn hacia su rival fueron minando su estima, agriando su carácter y haciendo de él un hombre crítico y molesto que íbase procurando cada vez más enemigos. Se convirtió en disidente frente a su propio partido.
Achacaba el visir poeta a sus colegas que eludieran el asunto de la unidad de las provincias, cuando siempre habían defendido que el fin del Califato no tenía por qué ir unido a la disgregación de al-Ándalus. Les reprochaba, asimismo, que le regatearan su apoyo a la hora de contender con los intrigantes alfaquíes que, al igual que no se privaban de inmiscuirse en los negocios de gobierno, irrumpían en su vida y afeaban públicamente a su amada princesa su modo de vida independiente y transgresor.
El conflicto se agravó cuando se hizo pública una epístola dedicada a ben Abdús a raíz de la visita de una esclava de éste a Wallãda para alabar sus dotes amatorias:
…”¡Oh tú, que tienes lesionada la razón, que te has despeñado con tu arrogancia, cuyas caídas son evidentes e indecentes tus errores, que tropiezas en la cauda de tus descuidos y no ves el sol, que acudes como las moscas al panal y te precipitas como las mariposas a la llama: la vanidad te engaña, y conocerse a sí mismos es lo certero. Me has enviado un mensaje pidiéndome un favor, la unión conmigo que nunca han conseguido tus iguales, procurando mi afecto que sin cesar buscan tus pares; y envías a tu amiga como tercera, usas a tu enamorada como alcahueta. Te engañas al pensar que puedes dejarla por mí y hacer que yo la suceda, pues no eres el primero cuya ambición lo llama a algo que no conseguirá.
Sin duda ella te aborrece, pues no ha ahorrado esfuerzos para convencerme, y se aburre de ti, pues no tiene celos; ha sido concienzuda en su embajada, no se ha quedado corta en su cometido y dice que “virtud” es una palabra que tú llenas de significado”…[3]
Pese a que la misiva apareciera firmada por Wallãda, ben Abdús al-Asbahĩ vio tras ella la mano del visir Aben Zaydũn. Abrigando en su corazón el deseo de venganza, al-Asbahĩ presentó sus quejas al presidente del Senado, ben al-Yahwar, acusando a Zaydũn de que el odio personal que le mostraba comenzaba a poner en riesgo el proyecto común de gobierno. Pero el presidente, airado, lo trató con dureza y le acaeció así lo que a aquel que fue a dar el pésame y lo expusieron en la mortaja.
Pero no era solo ben Abdús el que trabajaba en contra de aquellos amantes; Muhŷa, poeta y esclava de Wallãda, minaba sus amores con ardides que procuraban comprometer a Zaydũn. Logró sus propósitos e hizo caer en sus redes al poeta, al mismo tiempo que lograba que Wallãda supiera de aquella infidelidad. La princesa expulsó de su vida al amado, quien, amargado, seguía haciéndole llegar sus versos:
Posa tus ojos en las líneas de mi carta
y verás mis lágrimas con la tinta mezcladas.
Amada mía, deshecho está mi corazón de tantas quejas,
de tanto llorarle al aire, a la noche, a las piedras…
Ordenó la princesa que no le pasasen carta ni recado alguno que procediera del visir Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn. Mas, por su parte, decidió ella responder por última vez, confiando en zanjar así aquella etapa de su vida. Su vitela, teñida de azafrán, rezaba así:
Si hubieras sido justo con el amor
que existe entre nosotros,
no habrías escogido a mi esclava para amarla,
ni hubieses abandonado la hermosura
de la rama cargada de frutos
para inclinarte hacia la rama estéril.
Sabes que soy la Luna llena en el cielo,
sin embargo, para mi desdicha,
de Júpiter te has enamorado.
El corazón del poeta sangraba a través de sus elegías, y la ciudad entera lloraba, haciendo suyo el dolor de ambos amantes como antes se regocijara con su tierno amor. Un día se dolían en los baños públicos cuando alguien en voz alta leía:
¡Ay, qué cerca estuvimos y hoy qué lejos!
Al tiempo delicioso de las citas
la desunión durísima sucede.
Cuando vino aquel alba a separarnos,
también vino la muerte y, por llorarme,
diligente se alzó la plañidera.
¿Quién podrá hacer llegar a quien enluta mis noches,
quién decirle podrá que aquellas horas
que me hacían reír alegremente
ahora me hacen llorar porque está lejos?
Al vernos escanciar copas de amores,
despechados nuestros émulos hacían
votos por nuestro mal, y la Fortuna
decretó impasible: “¡Cúmplase!”.
Y el lazo desató de nuestras almas,
y el nudo disolvió de nuestras manos…
Cualquier otro día, en el zoco, lamentábanse las gentes cuando alguien recitaba:
¡Oh, vida en cuya flor gocé amoroso
deseos y placeres infinitos!
¡Oh, delicia sin par que en su deleite
me envolvía con manos de brocado,
cuya cauda arrastré con arrogancia!
Por respeto y honor no he de nombrarte:
tu alto rango de hacerlo me releva.
Incomparable, sin rival en todo,
tu sola descripción, sin nombre alguno,
con deslumbrante claridad te alude.
¡Oh, eterno paraíso cuyo río,
cuyo loto dulcísimo he trocado
por fruta del infierno y pus hediondo!
¡Nadie diría que dormimos juntos,
de solo nuestro amor acompañados…!
Muhŷa, desde el cubil donde se guarecía, seguía emponzoñando las vidas de la princesa y el poeta, esparciendo falsedades sobre amores furtivos entre aquella y el visir Abũ ̀Amir ben Abdús al-Asbahĩ, y escribiendo desvergonzadas sátiras que destilaban rencor. Zaydũn, enfermo ya de celos, resultaba presa fácil de los embelecos que la esclava mulata urdía. Creía que su amada no lo perdonaba porque ya su rival la poseía. Comenzó a dedicarles duras y humillantes diatribas, y aquel verbo suyo, que siempre pareciera creado solo para hablar de amor, trocose en cáustico y fustigador:
¡Oh, qué noble es Wallãda! ¡Un buen tesoro
para quien busca ahorrar pensando
en las necesidades del futuro!
¡Ojalá distinguiese entre un albéitar
y un perfumista!
Me han dicho que Abũ ̀Amir la visita,
y he contestado: — “ A veces
la mariposa busca el fuego” —.
Me censuráis que él me suceda
en los afectos de aquella a la que amo;
no hay en eso ignominia:
era un manjar apetitoso
cuya mejor parte me tocó a mí
y lo demás se lo dejé a esa rata.
Poco después circulaba por Córdoba la respuesta de Wallãda, para sorpresa de unos y regocijo de otros:
Ben Zaydũn, pese a su prestigio,
maldice de mí injustamente y no tengo culpa.
Cada vez que a él me acerco, me mira de reojo,
como si yo viniese a castrar a su Alí.
En verdad que, a pesar de sus méritos,
ben Zaydũn ama las vergas
que se guardan en los calzones;
si hubiera visto alguna sobre las palmeras,
se habría trocado en pájaro ababil.
A fin de envenenar más la relación de los desavenidos amantes, Muhŷa imitaba el estilo y la firma de su anterior señora en una larga composición que se remataba así:
…Y te han llamado el “hexágono”, apodo que,
aunque te abandone la vida, jamás te abandonará:
¡Maricón, sodomita, adúltero,
tercerón, cabrón, ladrón!
Entonces, una despiadada sátira corrió de mano en mano para pasmo de los cordobeses; iba dirigida contra ben Abdús y se expresaba de este modo:
Enhorabuena, al-Asbahĩ, por los beneficios
que has logrado del Señor del Trono, del Benefactor;
has conseguido con el culo de tu hijo
lo que no obtuviera con la vulva de B-ũr-ãn
su padre al-Hassan.[4]
Se presentaba sin firma y nunca se supo con certeza quién pudiera ser su autor: unos decían que Aben Zaydũn, imitando el estilo de su amada, que tan bien conocía, con la intención de enemistarla con ben Abdús al-Asbahĩ; muchos opinaban que podía ser de Muhŷa; otros aseguraban que era obra de Wallãda, que procuraba con ello mostrar a su amado poeta que nada la unía a ben Abdús. Pero este quiso ver la mano de su rival en aquel injurioso escrito. La venganza del visir agraviado fue implacable. Se agenció el apoyo de la mayoría de sus compañeros de gobierno y de los dos miembros de la terna que, junto a ben al-Yahwar, constituían el Senado, haciendo creer que Zaydũn tramaba una conjura que pretendía restaurar a los omeyas. Acudió luego al Presidente a reiterar ante él sus recelos sobre el poeta y le pidió que lo tratara con rigor, puesto que seducía y alborotaba los leves ánimos del ignorante vulgo[5].
Cuando Abũ-l-Walĩd fue conducido ante ben al-Yahwar, pese a que se defendiera alegando que todo se debía a mala voluntad de los que lo odiaban, que no respiraban sino por la herida de su pasión, se sorprendió al advertir que el Presidente atendiera más las quejas y falsías de un visir despechado que su labor eficaz y su lealtad probada.
Ben al-Yahwar lo envió en cadenas al Alcázar, lo mandó encerrar en la lóbrega prisión de una torre y ordenó le incautaran sus libros, que fue su mayor sentimiento. Y aún se podía dar por satisfecho, que la primera intención fue ajusticiarlo y en esa línea trabajó ben Abdús; pero el hijo mayor del Presidente, íntimo amigo de Zaydũn y camaradas de mocedad, medió por él ante su padre. Fue en la cárcel donde el poeta compuso sus más emocionados poemas, elegías en las que lloraba sus yerros y evocaba los días felices del amor.
¿Acaso olvidaste el tiempo de ocio en las Cuestas,
la vida regalada en al-Rusãfa,
nuestras estancias en al-Ya ̀fariyya?
¡Qué lugares para el alma, jardín y agua,
qué lugares para la juvenil locura!
Nos reuníamos en la Fuente de la Miel, allí empezamos,
volvimos luego y aún fue mejor;
allí llevaron a la novia del placer, hurí de esbelto talle,
dulce sonrisa, mejilla de rosa,
de manos alheñadas con el vino.
Son lugares donde llorar el amor perdido,
más tierno y fresco que la rosa de jardín.
Pero Wallãda siguió luchando por la libertad del amado. Esta intercesión y unos hermosos versos laudatorios que desde su prisión dedicó el poeta a los Beni al-Yahwar consiguieron su libertad, pero bajo condición de prestar servicio de embajador del gobierno fuera de la ciudad; en breve plazo debería partir hacia su primer destino: la ciudad de Badajoz, capital de la taifa del mismo nombre. Se le advertía además que, si retornara a Córdoba sin ser solicitado por el Gobierno, daría con sus huesos en prisión.
Visitó primero y regó con sus lágrimas los escenarios donde viviera su gran amor; viósele vagar como alma en pena por aquellos parajes, escribiendo su arrepentimiento:
Desde al-Zahãra con ansia te recuerdo.
¡Qué claro el horizonte! ¡Qué serena
nos ofrece la tierra su semblante!
La brisa con el alba se desmaya:
parece que, apiadada de mis cuitas
y llena de ternura, languidece.
Los arriates floridos nos sonríen
con el agua de plata…
Eran así nuestros pasados días,
cuando fuimos ladrones de placeres.
Hoy, triste, me distraigo con las flores,
de los ojos imán…
Pupilas son que, al contemplar mi insomnio,
sollozaron por mí; por eso el llanto
irisado resbala por su cáliz.
O también:
Aspiro del céfiro su aura perfumada,
que me recuerda del amor el deseo;
brilla un instante el fulgor de un relámpago
y brotan, a su conjuro, las lágrimas.
¿Puede quien amó con locura no romper en llanto?
No pienses que la ausencia cambiará mi corazón,
aunque se prolongue;
el alejamiento no cambia el corazón de los que aman.
¡Oh soplo leve del céfiro!, lleva mi saludo a quien,
a pesar de la distancia,
me devolvería la vida si me saludara.
Durante años recorrió al-Ándalus, en embajadas que no eran otra cosa que el pretexto para mantenerlo alejado de Córdoba. Se casó y tuvo prole. En la primavera de 1049, cansado de tanto tráfago y deseando procurar a sus hijos posición destacada en alguna taifa dominante, afincose en Sevilla, gobernada entonces por al-Mutadid.
No ignoraba Zaydũn que al-Mutadid era déspota y sanguinario, pero también sabía que su pasión por la poesía brindaba a los buenos vates la posibilidad de alcanzar las más elevadas dignidades dentro de su reino; por otra parte, los duros años de embajadas habían forjado al fin en el insigne poeta a un político conciliador y diplomático, que mucho había tenido que ver con los largos años de paz de su amada Córdoba. Cuando Zaydũn, el insigne autor de la “Qasĩda en Nun“, el más bello poema de amor de la literatura andalusí, cuando el creador de las más conmovedoras elegías —que habían creado escuela y admirado ya incluso en Oriente— le dedicó un panegírico solemne y perfecto de técnica, pleno de alusiones a los reyes árabes lajmíes de Hĩra, de los que los abbadíes decían descender, el señor de Sevilla se derritió. No se topó Aben Zaydũn con estorbos de mayor alcance para labrarse una buena posición en Sevilla, que todos ellos logró allanarlos con su pluma. En las sesiones y veladas de los altos cargos, se observaba una rigurosa jerarquía, no carente a veces de feroces rivalidades entre los visires y otros dignatarios. La llegada del egregio poeta a Dar al-Imara alteró el orden establecido y acatado por todos los miembros de la camarilla sevillana desde largo tiempo atrás.[6]
La excelente acogida y el mucho favor que al-Mutadid dispensó a Zaydũn despertaron los celos del haŷĩb ben Abd al-Barr y del visir ben Hisn, y dieron lugar a claras manifestaciones de despiadada competencia para con el recién nombrado al-qatib, que condujeron a aquellos incluso a la difamación. En su defensa, solo hubo de valerse el poeta del cálamo con la maestría que le era propia; prosiguió dedicando fervorosos panegíricos al señor de Sevilla y mostrándole primorosamente su devoción. Con tal finura supo Zaydũn dar incienso a al-Mutadid que ganó el pulso a los celosos visires, desbancándolos y forzándolos a un exilio temporal; su influencia sobre los kuttab[7] de la Corte fue enorme. Tras la partida de ben Abd al-Barr, el poeta ocupó su lugar, siendo nombrado visir de la taifa sevillana.
Muerto al-Mutadid, sucediole su hijo al-Mutamid; llegó a Sevilla acompañado por Abũ Bakr ben`Ammar, un poeta de origen humilde y oscuro que cargaba ya a su espalda un pasado aventurero, en opinión de algunos incluso azaroso, ya que, aunque natural de una aldea del alfoz de Silves, había recorrido la península de un extremo a otro, unas veces tratando de progresar en sus saberes poéticos, como procuró en Córdoba durante una larga estancia, otras, saltando de ciudad en ciudad como pícaro malcomido, expuesto a continuos peligros y manteniéndose a duras penas con la miseria que lograba por sus versos. El joven príncipe quedó deslumbrado; arduo sería saber si admiró más al poeta o al aventurero. Pero quien siguiera la mirada de este cuando la posaba sobre Zaydũn no sabría decir si en ella se vislumbraba recelo, despecho o envidia, pero sí que algo nefasto dejaba traslucir hacia el egregio poeta cordobés.
Cuando al-Mutamid ocupó el trono de Sevilla tras la muerte de al-Mutadid, unos cortesanos, celosos de la posición privilegiada de Zaydũn, enviaron anónimamente al rey una despiadada sátira contra su recién fallecido padre, cuya autoría achacaban al visir poeta. Pero el señor de Sevilla no se dejó engañar; advirtió el amaño y respondió en el dorso del mismo papel y con idénticas métrica y rima en defensa de Zaydũn:
Vuestros deseos os engañan,
tanto si habláis con claridad como si balbucís.
Es firme mi fe en él, y mi carácter, noble;
pero sois unos traidores
y os proponéis que yo lo sea.
Eso ha sido intentar mover una montaña.
Queréis hacer mezquino un pecho firme
y generoso contra el cual se rompen las espadas.
Os arrastráis con vuestras asechanzas.
Dejad maledicencias o veréis
cómo con mi violencia se hace prudente el necio.
Muy reconocido por su defensa, Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn dedicó a su señor un panegírico de cincuenta versos que hizo las delicias de al-Mutamid. Pero la nostalgia seguía asediándolo. Quien lo viera escribir sentado en soledad en un jardín del Alcázar, advertiría que sus ojos, aún bellos y apasionados, seguían embargados de añoranza:
¿Podrá un exiliado volver a al-Zahãra
después de que el alejamiento
haya agotado sus últimas lágrimas?
¿Volveré a ver sus gabinetes reales,
donde los zócalos de las paredes
estaban aún resplandecientes?
¡Las noches más obscuras nos parecían auroras!
Y aún, todo excita hacia ti mi afán ardiente,
mi deseo tenaz…
Como la taifa de Toledo amenazara a Córdoba, ben Zaydũn alentó al señor de Sevilla a adelantársele y conquistarla. Ben al-Yahwar había sido sucedido tras su muerte por uno de sus hijos. Las huestes de al-Mutamid, ayudadas por los aliados de Zaydũn en el interior de la ciudad, vencieron a toledanos y a yahwaríes, pasando así Córdoba a integrarse en la taifa sevillana. Corría el mes de septiembre del año 1069.
Abbad, el hijo primogénito de al-Mutamid e Itimãd, a la sazón en los once años de su edad, fue designado walí de la ciudad califal, y Aben Zaydũn logró al fin ver realizado su sueño: debido a la extrema juventud del príncipe, el poeta fue nombrado su tutor y consejero, al tiempo que visir para todos los asuntos de la Administración, lo que en realidad le convertía en el gobernador en funciones de su ciudad natal y sus términos. Pero, para cubrir su ausencia, al-Mutamid dispuso el regreso desde Silves a Sevilla del poeta Abũ Bakr ben`Ammar. Llevaba apenas unos días ben Zaydũn en Córdoba cuando fue requerido por el visir Aben`Ammar como mediador en unos motines vecinales que habíanse desatado en Sevilla, pese a que no estaba ya en edad de hacer con tal frecuencia el camino que une ambas ciudades.
Había cedido ya dicho motín cuando, una mañana del año 1070 d. C., corrió por Sevilla la terrible nueva: Abũ-l-Walĩd ben Zaydũn había sido hallado muerto y no parecían claras las circunstancias. Con él desaparecía el más grande poeta andalusí de aquel siglo. Unos dijeron que su corazón cansado determinó descansar, otros, que la malquerencia del visir Aben`Ammar había tomado parte en el aciago suceso. Murió a los sesenta y siete años de edad y cuando, al fin, había llegado a acariciar con las puntas de sus dedos el sueño que pondría fin a tantos años de nostalgia. Algo después, Aben `Ammar también moría a manos del propio al-Mutamid, y Abũ Bakr ben Zaydũn, primogénito del llorado poeta, le sucedía como visir de Sevilla.
BIBLIOGRAFÍA
– “Literatura Hispanoárabe”, de Mª Jesús Rubiera Mata.- Publicaciones de la Universidad de Alicante.- Campus de San Vicente del Raspeig, 2004.
– “Literatura árabe de al-Ándalus durante el s.XI”, de Teresa Garulo.- Edit. Hiperión.- Madrid, 1988.
– “Diwãn de las poetisas de al-Andalus“, de Teresa Garulo.- Ed. Hiperión.- Madrid, 1998.
– “Córdoba de los Omeyas“, de Antonio Muñoz Molina.- Ed. Planeta, S.A.- Barcelona, 1991.
– “Historia de España. EL PAÍS”, dirigida por John Lynch, de VV.AA.- Santillana Ediciones Generales, 2007.
– “Los reinos de taifas. Fragmentación política y esplendor cultural”, Pierre Guichard y Bruna Soravia.- Editorial Sarriá, S.L.- Málaga, 2005.
– “Historia de los musulmanes de España” (Tomo IV, Los reyes de taifas), de Reinhart P. Dozy.- Ediciones Turner, S.A.- Madrid, 1982.
– “El Collar de Aljófar”, de Carmen Panadero.- Edit. Carmen Panadero (Amazon).- 2018.
[1] – En letra cursiva los fragmentos reproducidos de la novela “El Collar de Aljófar“, de Carmen Panadero.
[2] – Ver mi artículo anterior “La Mujer en la Edad Media” (Las Nueve Musas).
[3] – Carta atribuida a Wallãda, a ben Zaydũn o a ambos en colaboración; “Literatura árabe de al-Ándalus durante el s.XI”, de Teresa Garulo.
[4] – Se refiere a al-Hassan ben Sahl, que casó a su hija B-ũr-ãn con el califa abbasida al-Mamũn, en 825, y por medio de cuya unión logró grandes riquezas y dignidades.
[5] – Novela histórica “El Collar de Aljófar“, de Carmen Panadero.
[6] – Novela histórica “El Collar de Aljófar“, de Carmen Panadero.
[7] –Kuttab udaba o funcionarios literatos; camarillas cortesanas que además de funciones de gobierno enaltecían al rey.