Los mudéjares: dimmíes bajo dominio cristiano (II)
Carmen Panadero Delgado 28/07/2021
Mudéjares de Aragón
En los reinos cristianos de España, hasta el siglo XIII se respetó lo pactado en las capitulaciones, como quedó bien patente en mi artículo anterior sobre los mudéjares de Castilla; por ellas se autorizaba a la población musulmana a permanecer bajo dominio cristiano en los territorios conquistados, conservando la religión islámica y la práctica de su culto, la lengua árabe, su organización jurídica propia, sus oficios, bienes y heredades, a cambio del pago de tributos especiales.
El nombre “mudéjar”, como también quedó explicado, procede de la palabra árabe mudaŷŷan, los que se quedaron, los doblegados, los domeñados o tributarios sometidos.
Al igual que en Castilla, en Aragón la rápida decadencia almorávide facilitó el impulso de las conquistas cristianas. Alfonso I el Batallador se apoderó en 1118 de Zaragoza y, un año después, de Tudela y Tarazona para unirlas al reino de Aragón. La pérdida de la Saraqũsta andalusí fue un duro golpe para el Islam español, pérdida tan sentida que solo podría compararse con la caída del reino de Toledo en poder del rey castellanoleonés Alfonso VI.
Esta conquista, como aquella, trajo consigo un fenómeno idéntico al ocurrido en Castilla, que ya hemos estudiado con anterioridad: numerosa población islámica no se movió, permaneció donde vivía desde muchos siglos atrás, aunque ya en poder de Aragón y sometida al dominio cristiano; eran los mudéjares aragoneses. Ellos contribuirían a generar una cultura propia, en unión de los mozárabes y judíos. En el momento de la anexión de Zaragoza era mayoritaria la población musulmana; alrededor de las tres cuartas partes de sus habitantes eran muslimes, el resto, judíos y mozárabes. Pero, tras la conquista, muchos musulmanes se exiliaron; solo de la capital, unos 50.000 emigraron a al-Ándalus y norte de África.[1]
“Alfonso I de Aragón, en una asombrosa campaña relámpago, recorrió las tierras levantinas y andaluzas recogiendo a los habitantes cristianos, que le habían llamado en su socorro ante la intolerancia almorávide, de forma que estos cristianos de cultura árabe se suman a sus correligionarios y a los judíos, emigrados igualmente por la intolerancia almorávide”[2] (Mª J. Rubiera Mata). Alfonso liberó 14.000 mozárabes en aquella expedición para repoblar las comarcas zaragozanas conquistadas.
Aunque muchos musulmanes permanecieran en tierras cristianas tras las conquistas, la mayoría emigró a al-Ándalus, generando un crecimiento demográfico que, en consecuencia, supuso mayor densidad de intelectuales.
Este hecho contribuyó a la recuperación de áreas del levante andalusí, que habíanse despoblado tras las guerras de las décadas finales del siglo XI, en especial Valencia durante la época del Cid. “Otro fenómeno demográfico es la emigración cada vez más frecuente de andalusíes hacia otros países islámicos, iniciada tras la conquista almorávide de los reinos de taifas. El fenómeno que tuvo lugar en época del califato se invierte: ahora son los andalusíes los que exportan cultura árabe” (Mª Jesús Rubiera Mata).
Tras la toma de Zaragoza, Alfonso I concedió a los muslimes de la ciudad autorización para seguir residiendo intramuros durante un año, transcurrido el cual debían instalarse extramuros, en el barrio de curtidores o de los Pelliceros, junto al viejo arrabal Sinhaŷa. Entre las generosas condiciones de capitulación del reino taifa, pactadas en noviembre de 1118, Aragón les concedía que los musulmanes podrían conservar sus propiedades, su religión, su lengua y su régimen de gobierno, y solo pagarían los mismos impuestos que hasta entonces habían pagado a las autoridades musulmanas. Se les permitió conservar tres de sus mezquitas para poder celebrar el culto religioso: La Mezquita Mayor, la mezquita de Pertollas y la mezquita Vieja, estas dos últimas en el mismo arrabal de los Pelliceros.
Hasta el s. XIII, los mudéjares aragoneses podían llevar armas y no se les exigía prestación de servicio militar contra muslimes.
Es justo señalar que se alentaba la permanencia en sus lugares de la población mudéjar por propia conveniencia de los nuevos gobernantes; esa población fue muy elevada en las áreas rurales y mucho menor en las urbanas. “Había que resolver tres problemas antes de que se considerara consolidada la conquista: atraer pobladores campesinos cristianos en número suficiente para reducir a los musulmanes a minoría; apoderarse de la ribera del Ebro, aguas arriba, y someter las huertas del Jalón[3] que constituían las reservas alimenticias de la comarca cesaraugustana”[4] (Álvarez Palenzuela y Suárez Fernández).
La batalla de Cutanda, en que Aragón venció a los almorávides en 1120, les abrió camino hacia el sur, viniendo a manos de Alfonso I importantes poblaciones, como Calatayud y Daroca. Antes, grupos numerosos de mudéjares permanecieron en la merindad navarra de Tudela, ribera del alto río Ebro, y en los años siguientes en Tarazona y Borja (1124). Por otra parte, las conquistas de los condes de Barcelona Ramón Berenguer III y Ramón Berenguer IV hacia el sur de Cataluña ampliaron el reino de Aragón hasta el bajo río Ebro y, a mediados del siglo XII, habían integrado tierras de Lérida y Tortosa. Estos dos últimos núcleos fueron los que poseían mayor número de mudéjares de toda Cataluña, pero aun así no sumaban más del 1,5% del total de su población.
Hubo lugares en la cuenca del río Jalón —como la villa de Gotor— poblados exclusivamente por mudéjares y carentes de afincamientos cristianos;[5] los monarcas protegían los medios de vida de sus vasallos muslimes, pues no ignoraban que la industria, la artesanía y la agricultura desaparecerían de aquel área si se ausentaran sus antiguos moradores. Incluso se esforzaron en conservar sus tradiciones, zocos y ferias; como así acaeció con la feria de Calatayud, cuya antigua tradición musulmana se mantuvo por concesión real.
Alagón, Calatayud, Illueca, Gotor…, todas estas poblaciones tenían en común, al igual que otras muchas de las cuencas del río Jalón y del Jiloca o de las faldas de la sierra del Moncayo, el gran número de mudéjares que en ellas vivían, trabajaban, practicaban su religión musulmana y conservaban su lengua y buena parte de sus usos y costumbres. En cualquiera de aquellas comarcas, a los mudéjares les resultaba más fácil integrarse y ganarse el respeto de sus vecinos. Allí la mayoría de los pobladores eran mudéjares, y no solo los colonos, los aparceros por cuenta ajena o exáricos, sino que también casi todos los propietarios de tierras y ganados lo eran.
Respecto a sus derechos en las áreas rurales, se da en Aragón una diferencia destacable con Castilla: mientras en este reino gozaban de más libertades los campesinos de señoríos y Órdenes Militares que los de realengo, en Aragón por el contrario los de realengo disfrutaban de condiciones más benignas, mientras que en los señoríos, sujetos al sistema feudal —particularmente en Cataluña—, vivían en durísimas condiciones de explotación, pero tanto si hablamos de siervos muslimes como cristianos.
Los mudéjares, hasta mediados del siglo XIII, vivían con total normalidad en tierra aragonesa, protegidos por su ley, en la que incluso habíase previsto que no se tomarían represalias contra ellos en caso de ataques almorávides o almohades contra Aragón; les bastaba con satisfacer el impuesto especial: la pecha en las tierras de realengo y la Capitación en los dominios de la Iglesia y señoríos de la nobleza o de las Órdenes Militares. A cambio gozaban de plena autonomía personal, administrativa y religiosa.
Algo había en Zaragoza que podría recordar a la descripción que ya hicimos de Toledo en mi artículo anterior (“Mudéjares en Castilla”): su pasado andalusí y la coexistencia de las tres comunidades, cristiana, mudéjar y judía. Recorrer sus barrios gremiales, descubrir las tres mezquitas y las sinagogas abiertas al culto o perderse en el mercado —junto a la Puerta de Toledo— haría inevitable el recuerdo de la capital castellana. De entrada, Aragón fue acogedora con sus mudéjares. En las poblaciones estos residían en morerías y debían llevar algún distintivo en el vestir, que no se cumplía; aunque sí se respetaban los preceptos religiosos y tabúes de su alimentación. Además, los musulmanes aragoneses acabaron por renunciar a la poligamia para mejor integrarse, así como los cristianos no dejaban de solicitar un médico mudéjar —aunque estaba prohibido— cuando existía verdadero riesgo para la vida propia o de familiares muy queridos.
Si en las áreas rurales la agricultura estaba generalmente en manos mudéjares, en las ciudades nadie los aventajaba en oficios artesanos y de comercio; su técnica seguía siendo superior a la de otros colectivos.[6]
Descollaban como alarifes —arquitectos y maestros de obras—, albañiles, yeseros, ceramistas, alfareros, pintores, carpinteros, fabricantes de máquinas de asalto, expertos en techumbres y artesonados, herreros, caldereros, lampistas, cuchilleros, armeros, cerrajeros, doradores, relojeros, esparteros, sogueros, tintoreros, cardadores de lana, zapateros, curtidores, fabricantes de prendas de piel y pellizas, transportistas por tierra (arrieros) y por río (arraíces)…
Estos oficios eran ignorados por los cristianos y, en los que sí practicaban, hallábanse aún muy lejos de conseguir la perfección técnica que poseían los musulmanes. Los médicos, sanadores, cirujanos y parteras mudéjares no pisaban jamás la judería y, rara vez, las casas cristianas; si lo hacían era de modo furtivo.
Pasado el siglo XIII los judíos y musulmanes aragoneses apenas se relacionaban entre sí, aunque las normas a veces les obligaran a compartir baños, hornos y tahurerías (casas de juego). Pero los sarrains (sarracenos) aragoneses se negaron a adquirir la carne en los mercados judíos y a utilizar los baños y los hornos si no era en diferentes turnos. A la corona de Aragón le convenía que se comprara mucha carne en los mercados de las juderías, porque el impuesto de la lezda sobre esta carne les reportaba pingües beneficios. Por su parte, los mudéjares procuraban conseguir privilegios de los que ya gozaban los judíos, como el de juzgar a los malsines y delatores causantes de violencias en su comunidad. Los musulmanes acudían a hebreos para solicitar préstamos, que debían devolver a un interés del 20% y sin esperanza de lograr prórrogas y moratorias. Acogiéndose a la sunna, los alfaquíes incitaban a sus fieles a no pagar; pero los judíos apelaban al Justicia del reino e incluso al mismo rey. Los conflictos entre judíos y musulmanes los dirimía un juez cristiano: el baile. (Asunción Blasco Martínez)
La comunidad musulmana aragonesa —igual que la castellana— tenía menos poder y peso económico que la judía, pero mucha mayor proyección social. El influjo popular de nuestros mudéjares era enorme, tanto en la lengua y las costumbres como en la arquitectura, artesanía, artes decorativas, música…, así como en colaboración militar, aportación de combatientes en los reclutamientos y de aprestos de acémilas y abastos.
La coexistencia de las tres culturas también originó en Aragón (como en Castilla) el fenómeno de las escuelas de traducción. Focos importantes fueron Barcelona, Tarazona, Montpellier y algunos monasterios (S.Cugat, Ripoll, etc.). Jaime I creó un centro en Lérida, especializado en textos de Derecho. Fueron traductores judíos catalanes ibn Hasday (m. 1240) y Sem tob ibn Isaac (m. 1267). Si bien debió de haberlos también mudéjares, por desgracia desconocemos sus nombres.
Ambas minorías —islámica y judía— recelaban una de la otra. En vez de apoyarse frente a la hegemonía cristiana, competían entre sí con el afán de granjearse el favor del grupo que ostentaba el poder y de procurar el menoscabo del colectivo rival. Surgían a veces peleas públicas entre ellos, pero en esos conflictos, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIII, no solían ocasionarse muertos porque ambas comunidades desde entonces tenían prohibido el uso de armas en poblado. Dichas rivalidades entre las dos minorías eran más frecuentes y graves en los núcleos de población donde su peso estaba más igualado, como en Daroca, Huesca, Fraga…, pero de menor entidad en la capital del reino, Zaragoza, y en el norte de Cataluña, porque en estos lugares la colectividad judía superaba en número a la mudéjar.[7]
La Corona de Aragón continuó expandiéndose y, procurando sobre todo nuevas latitudes para el desarrollo mercantil que anhelaba Cataluña, puso sus ojos en las islas orientales de al-Ándalus (al-Ŷaza`ir al-Šarqĩya li-l-Andalus), en especial en la rica Mayũrqa.
En diciembre de 1229, reinando Jaime I, cae en poder de los cristianos la capital de la isla, Madina Mayũrqa,[8] tras un largo asedio y sin lograrse pactar la capitulación. Bien que lo intentó el rey, pero fueron sus nobles, en especial los barones catalanes —que habían perdido a algunos de ellos en la batalla inicial tras el desembarco—, los que hicieron fracasar toda posibilidad de acuerdo.
La entrada en la capital fue un baño indiscriminado de sangre. Los habitantes de las tierras y campos que no se sometieron de buen grado, sino que hubieron de ser dominados, al no existir capitulaciones ni pactos, no podían esperar más que la servidumbre, y fueron esclavizados al igual que los supervivientes de Madina Mayũrqa. La conquista de esta isla supuso un drama humano, la muerte de innumerables de sus pobladores, la degradación de casi todos los supervivientes y su posterior sometimiento a esclavitud.
Se dio en la isla una excepción, la de un grupo de acaudillados por Šuhayb de Xibert, que, alzados en rebeldía en las montañas y ocultos en cuevas, resistieron durante un año hasta ser doblegados por hambre y pacificados por capitulación. Estos combatientes y sus familias —alrededor de 5.000 personas—, al gozar de garantías escritas, logró su libertad y tierras para su subsistencia, quedando en situación de mudéjares o moros alforros, gracias al pago del impuesto de la capitación. Otros quedaron en libertad condicionada (moros casatos).
Pero, en el recuento general de toda la isla, el grupo más numeroso fue el de los esclavizados, que eran todos los supervivientes de la ciudad, además de unos 2.000 de la población de Artá y los sometidos en el resto de la isla sin pactos; sumaban entre 25.000 y 30.000, de los que muchos fueron vendidos o deportados. Escribe ibn Amĩra al-Mahzũmĩ sobre el final de los encastillados en las montañas de Mallorca : “De esta manera perdieron la vida cerca de tres mil y los rũm terminaron por subyugarles cumpliéndose así el destino inexorable. Los prisioneros fueron subastados por un monto irrisorio. Para estos la estrella de la fortuna se eclipsó y comenzó a brillar fulgurante el astro de la adversidad. Se les hizo perecer y fueron exterminados, aprisionados y maniatados…” Y añade sobre los que, liberados por capitulación, les fue permitido embarcar: “Fueron trasladados en navíos cristianos y cobraron, a quienes se iban con algo, el coste del flete del que nada tenía. De esta manera el pudiente se halló en la misma situación que el menesteroso…”[9] De modo que los pocos que pudieron exiliarse pagaron de su bolsillo el viaje, y aquellos a quienes les sobraba dinero pagaban el pasaje de los que no tenían.
La isla se empobreció notablemente porque, para favorecer en el reparto a tantos participantes según lo convenido, fue necesario parcelarla en exceso.[10] Entre los nuevos repobladores de Mallorca, acudió un número considerable de judíos que, junto a sus correligionarios no fallecidos en la trágica entrada, crearon con el tiempo una próspera judería. La artesanía e industria disminuyó —casi desapareció en la capital— debido a tanta masacre y a la esclavitud o exilio de los que sobrevivieron; la que quedaba, muy diezmada, permaneció en manos mudéjares, en especial los obradores y comercios de tejidos y pieles. Y a lo poco que quedó los cristianos lo llamaban “riqueza”, cuando solo era ya menos de la cuarta parte de lo que había sido bajo gobierno andalusí.
Dos años después, en 1231, vino al poder de Aragón la isla de Menorca y, al menos en este caso, la entrega sí fue pactada, convirtiéndose temporalmente en protectorado a cambio de un tributo; no fue ocupada por Aragón hasta 1287. Ibiza sería conquistada algo más tarde por nobles y clérigos de Cataluña. Pero de los mudéjares de las islas pronto se pierde el rastro documental, salvo excepciones y los siervos.
La corona de Aragón aún habría de expandirse con la conquista de otro reino arrebatado a al-Ándalus: Valencia. La ocupación de este reino comienza por la plaza de Morella; en 1233 caen en su poder Burriana, Peñíscola y todas sus comarcas. Valencia, la capital del reino, se entrega de forma pactada en 1238; el monarca aragonés, Jaime I, queriendo evitar episodios tan funestos como los acaecidos en Madina Mayũrqa y conociendo las ansias de saqueo y botín de sus caballeros y nobles, llevó las negociaciones personalmente con el rey valenciano Zayyãn ibn Mardanis, tan en secreto que, a excepción de su esposa, la reina doña Violante, solo estaban enterados los trujamanes de ambas partes. Gracias a esto, en el reino de Valencia quedó una cantidad ingente de mudéjares (inicialmente, unos 200.000, según Paulino Iradiel).
Como antes sucediera en el valle del Ebro, también aquí permanecieron núcleos importantes de población islámica, aunque fueron expulsados del interior de las ciudades, teniendo que acomodarse en los arrabales extramuros y en los campos. Las condiciones de vida concedidas a los mudéjares valencianos en las capitulaciones fueron muy semejantes a las de Aragón y, durante los diez primeros años tras su anexión, sus vidas se ajustaron a lo pactado; aunque el rey dotó a Valencia de un Fuero diferente constituyéndose como reino independiente, sin duda con vistas a legarlo a uno de los hijos varones habidos en su 2º matrimonio y no al heredero de Aragón.
Pero en el reino valenciano siempre permaneció algún foco de rebeldía islámica; en principio, focos aislados. Jaime I mantenía la esperanza de que se convencerían y aplacarían al ver las ventajas que acarreaba para todos la sumisión de los mudéjares en Aragón. Pero no pudo ser; a los muslimes levantinos el nombre de mudéjares —domeñados— no les cuadraba y no perdieron ocasión de demostrar que no se dejarían domeñar.[11] Y así, una y otra vez asaltaban sus castillos perdidos y, a veces, lograban recuperarlos. Al soberano le hastiaba que siempre incumplieran la palabra dada —sobre todo los acaudillados por el levantisco al-Azraq
A veces eran los nobles quienes vulneraban las capitulaciones a espaldas de los reyes, pero si eran descubiertos recibían severo castigo: a mediados del siglo XIII, don Jaime I impartió justicia en defensa de numerosos muslimes del reino de Valencia que habían sido sometidos a desafueros en su ausencia; los cristianos causantes cayeron en desgracia y unos se desterraron, otros pusieron en libertad a los cautivos y restituyeron el botín. De este modo, los moros se sosegaron durante algún tiempo. Hasta 1270 no pasaron de 30.000 los cristianos asentados en este reino.[12]
También sentía hastío don Jaime de las coacciones del obispo de Valencia, que agobiaba al monarca con el obsesivo afán de lograr licencia para caer sobre los que él llamaba “infieles”; y en verdad que aquellos moros de sur de las tierras valencianas siempre andaban revoltosos, y tanto los de Šãtiba, Alzira, Denia y cualquier pueblo o alquería solo aguardaban a que el rey se moviera de Valencia para alzarse.[13] Por ello, renunció a alcanzar un concierto similar al que se gozaba en Aragón y, en 1247-1248, firmó en el Alcázar de Valencia la ley para la expulsión de los musulmanes de aquel reino, sin hacer distinción entre almohades y andalusíes; desde ese momento se les obligó a usar turbante. El reino valenciano fue repoblado por catalanes (70%) y aragoneses (30%), mientras los desterrados ponían rumbo hacia el reino de Granada; más adelante se decretó un nuevo edicto de expulsión (1276), pero aun así en el reino de Valencia continuó habiendo hasta el siglo XVII una densidad de población mudéjar muy considerable, bastante superior incluso a la de Aragón.
Pese a la escasez de conflictos y a la integración de los mudéjares aragoneses lograda tras las conquistas, la situación fue cambiando con el paso del tiempo.
En la segunda mitad del siglo XIII, su discriminación avanzaba progresivamente y, a principios del XIV, a pasos agigantados; los cristianos no perdían la ocasión de hacerles mengua y recordarles su condición. Cuando más patente hacíase aquel maltrato era en las procesiones religiosas, en las que desfilaban las más altas dignidades, representantes de instituciones y gremios del pueblo llano y, por último, cerraban el desfile los comisionados de las comunidades mudéjar y judía, que solían así mostrar a la comunidad dominante el respeto hacia sus actos religiosos. Era penoso el trato que los ciudadanos que presenciaban la procesión deparaban a los participantes judíos y mudéjares: risas, desaires, mofa y, en fin, gran variedad de gestos afrentosos.[14] Cuando las procesiones eran las de Semana Santa, ese maltrato iba dirigido en especial hacia los judíos por la parte que tomaron en la muerte de Jesucristo, y grupos de jóvenes asaltaban en Viernes Santo las juderías.
En 1495 los mudéjares de Aragón constituían el 11% de la población aragonesa, repartidos entre 140 localidades; “5.674 fuegos u hogares sobre 51.000 del total, eso sin tener en cuenta posibles ocultaciones fiscales: en Zaragoza, Calatayud o Tarazona no eran más del 3% de la población, pero en Teruel alcanzaba el 10% y en Borja el 25%”, afirma Miguel Ángel Ladero Quesada. Podría añadirse: en la villa de Gotor, prácticamente el 100%. La discriminación hacia los mudéjares era debida, sobre todo, al hecho de pertenecer a una comunidad vencida, sin embargo, en el día a día, en las relaciones humanas y culturales los intercambios fueron más abundantes, diversos y complejos que lo que reflejaban los libros de leyes.
Pero en Cataluña la situación aún podía ser peor; allí había otra forma de enfocar aquel asunto por tener la comunidad mudéjar menos peso social en aquellas tierras, a diferencia de lo que acaecía en el resto de la sociedad aragonesa. En los condados catalanes los mudéjares eran escasos y la feudalización mayor; el maltrato a los siervos era moneda corriente. Por entonces, ya la Historia había demostrado que a menor arabización, mayor feudalización.
La convivencia en Aragón íbase deteriorando según empeoraba el trato a las minorías religiosas, y en buena medida eso se debía a la instigación de la Iglesia. Aunque alardearan los cristianos de no forzar las conversiones, su trato no buscaba otra cosa. Pero la situación se tornaba alienante cuando, luego, demostraban que a los conversos tampoco se los trataba de mejor manera. Por aquel tiempo, hasta el cristiano de más vil oficio se volvía muy mirado antes de intimar con un moro. Paulatinamente, se fueron advirtiendo mayores diferencias entre lo que las leyes ordenaban y lo que imponía la realidad cotidiana.
Las capitulaciones fueron degenerando poco a poco, y en las relaciones sociales fue quedando más de manifiesto la discriminación.
En el área más arabizada de todo Aragón —entornos de Tudela y Borja, las cuencas del Jalón, Jiloca, Queiles, Huerva y los somontanos del Moncayo—, aunque el comercio casi lo acaparaba aún la comunidad mudéjar, también se fue notando el deterioro de sus condiciones de vida. La mudéjar siempre fue una comunidad sólo tolerada, sin posibilidad de ocupar cargos públicos y cargos de autoridad, pero aún así había llegado a encontrarse muy asimilada. Sin embargo, desde mediados del siglo XIII, también se comenzó a advertir el cambio en el trato: se les impusieron con mayor severidad una serie de estigmas para los que antes había manga ancha, estigmas en los nombres, en los vestidos, en las viviendas, en los oficios…
Día tras día, los aragoneses cristianos procuraban irlos reduciendo más a la endogamia; así, surgieron primero las situaciones de marginación, luego se fue llegando a las de opresión, para acabar pronto en las de pleno rechazo.
Aunque desde el punto de vista legal pareciera que nada había cambiado, a nivel popular se fue notando que crecía el sentimiento de animadversión, porque las masas populares iban siendo hábilmente inducidas por clérigos y religiosos, que eran los verdaderos instigadores. Y aún fue peor la situación para la comunidad judía. El Concilio de Vienne de 1311 impuso a los reinos cristianos la obligación de impedir que sus súbditos musulmanes invocaran a Allãh y a Muhammad en público, además de prohibir las peregrinaciones a las tumbas de sus líderes religiosos. Hasta 1315 no se publicó aquella orden en Aragón, y no fue ratificada por el rey Jaime II hasta 1318, presionado por la Santa Sede. Entonces convocó el monarca a los representantes de las principales aljamas mudéjares de su reino “para explicar que el rey no tenía más remedio que cumplir las disposiciones papales , pero que solo se limitarían a la llamada a la oración” (Hinojosa Montalvo).[15] Es decir, muchos de los Reyes aplicaron las exigencias papales con manga ancha y resistieron ante las presiones eclesiásticas.
La permanencia de la población mudéjar bajo el poder cristiano de Aragón había durado casi 500 años, desde 1118 hasta 1610-1614.
Literatura y arte mudéjar en Aragón
La principales manifestaciones literarias del mudéjar se encuentran en la llamada literatura aljamiada, tan representativa de su identidad, testimonio de la simbiosis de credos y culturas, el punto álgido del mestizaje.
Del corpus literario aljamiado-morisco aragonés existe constancia de unos 230 códices y alrededor de 70 legajos; la mayoría de ellos, en un castellano con gran cantidad de aragonesismos, están escritos con caracteres del alifato y realizaciones fonéticas que reproducen los sonidos del castellano. Aproximadamente el 30% de estos códices estaba destinado a cubrir las necesidades de los moradores de las cuencas de los ríos Jalón, Aranda, Huerva y Queiles, zona donde se cree que radicó también su edición, además de en Aytona (Lérida). Asimismo, existen documentos en árabe con grafía latina.
El asunto que tratan estos textos casi siempre es islámico, aunque también los hay jurídicos, gramáticos, médicos, etc. “Existen referencias a madrasas clandestinas en Aragón, y a que en la lengua escrita aún aprendían el alifato, basado en la copia. Pero en el plano oral, numerosos testimonios certifican la pérdida mayoritaria de la lengua árabe”[16] (Bernabé Pons, L.F.).
Es obligado mencionar la excepción de Valencia, donde sus musulmanes no perdieron el contacto con Granada y el Magreb, perviviendo el árabe durante más tiempo.
Merece mención la obra literaria que se creo en la corte de Sa`ĩd ibn Hakam de Menorca; toda la isla habíase convertido en un cerrado ámbito mudéjar, y sus habitantes, desde 1232, en súbditos tributarios de Jaime I de Aragón. Esta corte reunió a un grupo de literatos andalusíes exiliados de la península; entre ellos podemos citar, además de al propio Sa`ĩd, a su secretario Ibn Yãmin de Alcira, poeta, a Ibn Sahl de Sevilla (1212-1251), poeta de origen judío converso al Islam, y al alfaquí de Alcira y Valencia Ibn Amĩra al-Mahzũmĩ, autor de Kitãb Tãrĩh Mayũrqa —única crónica arábiga existente sobre la conquista de Mallorca por Aragón— acogido en ocasiones como huésped por Sa`ĩd, incluso cuando ya Ibn Amĩra vivía exiliado en África.
Quien actualmente visite y admire las muchas y espléndidas manifestaciones de Arte mudéjar que salpican toda la geografía española, quien contemple las maravillosas artesanías varias —cueros, maderas, textiles, etc.— y se halle informado de la situación por la que atravesaban en aquellos siglos en Castilla y Aragón, con tantas limitaciones y discriminaciones, debería reconocer y admirar que, pese a todo, ellos respondieron dando lo mejor de sí mismos. “Hay algo trágico y al mismo tiempo heroico en la tenacidad con que estas personas se aferran a lo que constituye el núcleo de su identidad, identidad que en muchos casos no nacía de un conocimiento teológico profundo, sino de una convicción firme y de la tradición, combinada con la presión que ejercía la comunidad sobre el individuo para mantener la cohesión”[17] (Bárbara Ruíz Bejarano).
Como ocurrió en Castilla (según se pudo ver en mi artículo anterior), familias mudéjares aragonesas se extendieron por tierras norteñas; está documentado que en Navarra, Álava o Rioja, se asentaron grupos procedentes del reino de Aragón. Aunque Henri Lapeyre insiste en afirmar que la aparición de monumentos arquitectónicos y otros testimonios del Arte mudéjar en tierras muy norteñas de Castilla y Aragón e incluso en lugares de Hispanoamérica no debe hacernos deducir por ello la presencia de mudéjares en lugares tan apartados, porque, asegura, muchas técnicas artísticas fueron adoptadas y recreadas con el tiempo por cristianos, otras fuentes afirman lo contrario y defienden la presencia de mudéjares hasta en algunas áreas de América, teniendo como explicación las múltiples migraciones que se vieron forzados a protagonizar. Pero, en honor a la verdad, ambas situaciones fueron ciertas.
Para incidir con mayor profundidad en el arte mudéjar, sus características y elementos constitutivos, recomiendo la lectura de mi artículo anterior —“Los mudéjares: dimmíes bajo gobierno cristiano (I). Mudéjares en Castilla” (del que este es continuación)—, por ofrecer datos comunes y exactos a los de Aragón, evitando así la repetición. Los arcos lobulados, los mocárabes, los entrelazados y lacerías, las epigrafías, los artesonados, las edificaciones en ladrillo monocromo que muestran cenefas y relieves, etc., y que, al igual que en el citado artículo mencionamos numerosos ejemplos en Castilla, también abundan en Aragón.
En el plano arquitectónico, en Aragón las torres mudéjares proceden en numerosas ocasiones de la reutilización de antiguos alminares, levemente modificados luego con un cuerpo de campanas. Suelen ser de planta cuadrada y poseer un machón central, como es el caso de la torre de San Salvador de Teruel. Existen también torres que han integrado con el mudéjar elementos renacentistas en su estructura, como la planta octogonal, siendo el principal ejemplo la torre de la Colegiata de Santa María de Calatayud. Merecen mención así mismo la torre Nueva y la de San Pablo, en Zaragoza, y la torre de San Martín en Teruel, entre otras.
Las más numerosas entre las edificaciones mudéjares en Aragón pertenecen al ámbito religioso. Algunas de sus realizaciones más relevantes se encuentran en Teruel (catedral de Santa María e iglesias de San Pedro, El Salvador, San Martín, Santiago de Montalbán); en Zaragoza, la Seo del Salvador y la iglesia de San Pablo; la Colegiata de Santa María en Calatayud; y sin olvidar la iglesia de Santa Tecla de Cervera de la Cañada y la iglesia de Santa María de Tobed.
En las artes decorativas destaca la talla de celosías y estucos, como las de la ampliación del Alcázar del reino taifa de Zaragoza o Palacio de La Aljafería, y las muy numerosas influenciadas por él. También merecen ser citados la cerámica vidriada en paredes exteriores y los azulejos en suelos. Las cerámicas mudéjares en Aragón se caracterizan por el uso en especial de los colores blanco, verde y manganeso.
“Para el artista musulmán o, lo que viene a ser lo mismo, para el artesano que ha de decorar una superficie, el entrelazado geométrico es sin duda la forma que más le satisface en el plano intelectual, pues se trata de una expresión muy directa de la Unidad divina que está tras la variedad inagotable del mundo. Cierto es que la Unidad divina como tal está más allá de cualquier representación, pues su naturaleza, que es absoluta, no deja nada por fuera de sí misma, nada la ‘acompaña’. Sin embargo, se refleja en el mundo a través de la armonía, que no es otra cosa que la ‘unidad de la multiplicidad’ (aluahdah fi’lkatrab), equivalente a la ‘multiplicidad en la unidad’ (alkatrab fi’luahdah). El entrelazado expresa tanto un aspecto como el otro. Mas tiene todavía otra faceta que evoca la unidad que existe tras todas las cosas; el entrelazado suele tener un solo elemento: una sola cinta o una línea única, que vuelve incesantemente sobre sí misma”[18] (Titus Burckhardt).
Respecto a los artesonados en madera o techumbres mudéjares, consiguieron unir la pintura gótica con otros motivos propios de la estética musulmana, confluyendo ambos estilos en un todo integrador, que no otra cosa es el mudéjar, como puede apreciarse en la Catedral de Santa María de Mediavilla de Teruel.
En el reino de Valencia también dejaron numerosos y valiosos testimonios, entre los que recordaremos el Claustro gótico-mudéjar del monasterio de San Jerónimo de Cotalba (Alfauir), la torre mudéjar de la Alcudia de Jérica, el artesonado del Palacio Ducal de Segorbe (hoy, Ayuntamiento), los baños del Almirante en Valencia, la iglesia de San Sebastián de Requena, la iglesia de la Sangre de Lliria, etc.
Respecto a Baleares, por desgracia, son escasísimas las manifestaciones mudéjares que se conservan. Solo podemos citar el artesonado del Museo Sa Bassa Blanca (siglo XV) y el de la calle Sant Pere y Sant Bernat; otro par de artesonados han resultado destruidos en un incendio reciente, los de Sant Gaietà y Can Verí.
Son muchos los autores que también nos hablan del mudéjar iberoamericano. Entre los innumerables exiliados tras la expulsión forzosa de la península, llegaron a América alarifes y artesanos mudéjares, donde dejaron su huella a través, sobre todo, de sus edificaciones. Se ve su rastro, o al menos su influencia, sobre todo en numerosos edificios públicos, en iglesias y palacios: balcones del palacio del Arzobispo en Lima, Torre Tagle (o Palacio de la Cancillería de Lima), la catedral de la Virgen de Candelaria en Copacabana, junto al lago Titicaca (1610-1620), también en Mato Grosso (Brasil), y, al igual que en El Perú y Brasil, en La Habana, Quito, Potosí, Veracruz, Antigua Guatemala…
La pena es que trabajos de tal mérito sean anónimos, pero dejan constancia de la identidad de todo un pueblo.
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