Alejandría, una nueva Córdoba para los andalusíes
Por: Carmen Panadero Delgado
Aún mucho antes de llegar, la ciudad debió de anunciarse. Los cordobeses desterrados por al-Haqem I (818 d.C.) buscaban una nueva Córdoba.
Saldría a recibirles el aroma peculiar, o mejor decir la amalgama de olores que la caracteriza. Alejandría olía a sésamo y a nuez moscada; olía a sicómoros, a mar y a brea. Ciudad que, herida de muerte mil veces, mil veces resurgió. Desde que fuera fundada por el gran Alejandro, ha renacido de todas sus calamidades gracias a su puerto, a su situación geográfica y a la riqueza que le reporta su siempre próspero comercio fluvial y marítimo.
Cuando en el siglo IX las, aproximadamente, quince mil familias andalusíes (musulmanas y cristianas) buscaron cobijo en ella, había perdido ya a su más preciada joya, la grandiosa Biblioteca que fundaran los Ptolomeos, pero su monumental faro aún proseguía iluminando su puerto, el de mayor tráfico y comercio de todo el Mediterráneo en aquellos momentos; en él recalaban navíos procedentes de todos los rincones del mundo entonces conocido. Mas, por otra parte, la antigua urbe era un puro despojo; veíanse en ella altozanos que en su remota antigüedad no existían y que se fueron creando por el enterramiento de sus propias ruinas. Si en su más glorioso pasado irradió desde la Biblioteca un enorme acervo cultural, en el momento que nos ocupa continuaba conduciéndose como nodriza de África, procurándole alimento histórico y artístico, ya que los beduinos, que con harta frecuencia saqueaban las venerables ruinas, diseminaban sus reliquias por todo el continente. Si la ciudad es un cementerio de restos de su pasada grandeza, no puede decirse menos del mar que la circunda: es una inmensa fosa que engulló palacios, templos, pecios y riquezas sin cuento.
La ciudad, situada junto a uno de los canales que se alimentan del más occidental de los brazos del delta del Nilo, se alza sobre una loma que separa al lago Mareotis del mar. Era, junto con la capital, al-Fustat, la más populosa y rica de las ciudades de Egipto. No solo sus dos puertos mostraban continua y febril actividad, también el río y el canal que con él comunicaba veíanse constantemente transitados por barcazas y almadías que, cargadas de azúcar refinado, maderas preciosas, aceite de sésamo, especias, ganado y otras mercancías procedentes del Alto Nilo, arribaban al puerto para allí transbordar sus fletes, destinados a la exportación. En el siglo IX, la vida en el entorno del río se seguía ciñendo al calendario faraónico. Sus dos puertos, las caravanas periódicas y las crecidas fluviales marcaban el ritmo de la vida.
Aunque ya no se pudiera acudir a la gran Biblioteca, sí que era posible contemplar aún, además del histórico y excepcional Faro de su puerto, las murallas y sus antiguas puertas de la Luna, del Sol y de Canopo, el templo del dios Serapis, al que se conoce como el “Serapeo”, la tumba de Alejandro, la columna del sabio Ptolomeo sobre la que estuvo el gigantesco espejo que incendiaba a las naves enemigas, y los mozárabes (cristianos) cordobeses aún llegaban a tiempo de poder venerar allí la reliquia del cuerpo del evangelista San Marcos.
Era, pues, Alejandría una gran urbe, donde los andalusíes podrían llegar a vivir como en Córdoba. Por aquellas tierras habíase extendido el Islam a mediados del siglo VII, cuando los árabes se enseñorearon del Creciente Fértil. Hallábanse en el momento que nos ocupa bajo el dominio del califa abbasida de Bagdad, al-Mamun —hijo y sucesor del gran califa Harum al-Raschid—, cuyos walíes se encargaban del gobierno y la administración de la colonia. Pero las rivalidades surgidas entre estos ambiciosos gobernadores y los abusos que cometían con la población habían convertido a Egipto en los últimos años en un país presa de luchas intestinas entre los poderosos y de disturbios entre la plebe[1].
El primer contacto de los desterrados andalusíes con Alejandría fue a través de una localidad de su alfoz, al-Dikheilã, donde primero acamparon, y que se encuentra a poco más de una legua de la capital y también junto al mar. La población de este lugar estaba formada sobre todo por cristianos coptos que, desde hacía más de cuatro siglos, habíanse ido concentrando en torno a un monasterio del siglo V, el monasterio copto de Enaton. Había también una pequeña comunidad de musulmanes que convivía con ellos. Los moradores de este lugar y los vecinos beduinos de al-Hikma debieron de aconsejar a los andalusíes el mejor modo de introducirse en la ciudad, asegurándoles que los disturbios que venían agitando a la sociedad egipcia y la rivalidad entre sus gobernadores abbasidas mantenían a los habitantes ocupados y distraídos en aquellos desmanes políticos, lo que podía serles propicio para facilitarles el asentamiento. Allí permanecieron los cordobeses que llegaron por tierra durante algún tiempo, procurando irse infiltrando poco a poco en Alejandría, en cuya medina y arrabales debieron de estar ya instalados a finales del año 820 o primer trimestre del 821, tres años después de su destierro del arrabal de Sequnda (Córdoba).
Los cordobeses navegantes, aquellos que habían seguido a Abũ Hafs al-Ballutĩ, su caudillo, en una expedición por el Mediterráneo, no debieron de tardar mucho en reunirse con los familiares que habían alcanzado ya los muros de la ciudad por tierra. Los marinos serían recibidos por ellos en uno de los dos puertos alejandrinos, el de oriente o el de poniente. Es sabido, merced a las fuentes, que al-Ballutĩ y sus hombres lograron pisar suelo egipcio en el puerto de Alejandría en el mes de dũ-l-hiŷŷa del año 205 de la Hégira (primeros de junio de 821 d.C.), a escasos días por andar del año nuevo musulmán, que llegaban a tiempo de poder celebrar con todos los suyos.
Pero no era fácil que una muchedumbre tal pudiera pasar inadvertida. Los vecinos de uno de los barrios, habitado sobre todo por miembros de la tribu de los Beni-Madladji, después de algunos choques con los proscritos cordobeses, decidieron expulsarlos y atacaron sus viviendas y pabellones. “Los andaluces, despechados por tan dilatada desventura”[2], se defendieron violentamente y corrió la sangre por los arrabales. Los Madladji resultaron vencidos por los cordobeses y expulsados de Alejandría. Pero los representantes de la tribu de árabes más poderosa de entre todas las establecidas en Egipto, los árabes lajmíes, vieron la oportunidad de poder servirse en sus conflictos internos de aquella fuerza desesperada de los desterrados y concertaron una alianza, gracias a que el alfaquí cordobés Yahya ben Yahya al-Laytĩ [3] logró la avenencia entre ellos. Mediaron los lajmíes para que fuera firmada la paz con los Beni-Madladji, y estos pudieron retornar de nuevo a la ciudad.
Pasado aquel primer tropiezo violento de su llegada, si no fueron aceptados con complacencia, al menos fueron tolerados, hasta que, paulatinamente, la integración se fue haciendo más acogedora. Una vez aposentados los cordobeses en Alejandría, diseminados por los arrabales de la ciudad, no podrían evitar el hacerse notar, sobre todo por lo singular de sus creaciones; la artesanía de origen cordobés invadiría los zocos: orfebrería, curtidos, cordobanes, guadamecíes, talabartería, pergaminería, talla en madera, artesonados, celosías, marquetería, taraceas en madera, hueso y marfil, artesanías metalúrgicas —forja, calderería, lampistería, armas, talla en bronce…— y sus alarifes y albañiles no tardarían en iniciar sus edificaciones.
Abũ Hafs al-Ballutĩ y sus colaboradores velarían para que todas las familias lograran acomodo, solicitarían a las autoridades de los mercados licencias y conocerían las disposiciones que sus mercaderes habrían de observar y los asuntos prácticos a los que los recién llegados deberían adaptarse con premura. Los desventurados desterrados, gente de ciudad, tras más de tres años de duro éxodo, ya no se movían por desiertos ni entre tribus nómadas. Se encontraban en una gran ciudad que contaba con medios educativos y con gran número de sabios, muchos de ellos formados en Oriente. La fama de las Madrasas y de las escuelas teológicas de Alejandría había llegado hasta Córdoba desde largo tiempo atrás y también era sabido que siempre sobresalió esta población en los estudios matemáticos y astronómicos.
Pronto los cordobeses debieron de hallarse complacidos en su ciudad de acogida, porque Egipto andaba demasiado inmerso en sus revueltas sociales y conflictos fiscales como para que los naturales de la ciudad prestaran demasiada atención a los recién llegados. Tal situación hacía pensar que la integración llegaría a resultar más fácil de lo que hubieran podido esperar. Con el tiempo, los alejandrinos conocieron las razones del destierro de aquellos andaluces y comenzarían a ver su “causa” con mayor simpatía. Por su parte, también los exiliados se percataron pronto de la situación por la que en aquel momento atravesaban los egipcios, tan similar a la vivida por ellos en Córdoba y que fuera origen de todos sus males. Durante los primeros meses habíanse producido en Alejandría y al-Fustat varias asonadas de carácter político y social; Egipto se convulsionaba. No obstante, en un principio evitarían inmiscuirse en asuntos internos de la población autóctona, procurando no mostrarse de nuevo conflictivos en pleno proceso de integración.
Pronto se percataría el sagaz caudillo andalusí de que el régimen fiscal impuesto por los abbasidas a los egipcios era desmedido e insoportable, y sin duda debió de pensar: — “¿Para qué nos rebelamos nosotros en nuestro país contra la injusticia? ¿Para venir al final a padecer en casa ajena lo mismo que allí padecimos?” Abũ Hafs estableció relaciones con autoridades y alfaquíes alejandrinos (gracias a que Yahya ben Yahya bien los conocía), porque no se le ocultaba que para lograr mejorar la situación de los andalusíes en Alejandría necesitarían de apoyos. Les era menester consejo para que la vida de la recién asentada comunidad pudiera discurrir en paz, sin perturbar tampoco el sosiego de quienes tan generosamente empezaban a acogerlos. Advirtieron la frecuencia y violencia de los últimos disturbios acaecidos en Alejandría y necesitaban saber lo que enfrentaba a los diferentes pueblos que componían la sociedad de Egipto en aquellos momentos.
Varios eran los grupos étnicos naturales del país, y el cristianismo se hallaba plenamente implantado en todos ellos antes de que los árabes conquistasen el Creciente Fértil en el siglo VII. En las primeras décadas del siglo IX, la población cristiana aún seguía siendo mayoritaria, aunque la musulmana se aproximaba ya con gran celeridad al cincuenta por ciento[4]. Era este un proceso similar al que, aunque con más retraso, se estaba produciendo en al-Ándalus. Por ello, pronto los andaluces entenderían la situación. La rapidez de expansión del Islam en Egipto había sido producto, sobre todo, de una crisis de valores por la que el cristianismo estaba atravesando de forma muy generalizada, sometido a conflictos constantes entre la ortodoxia y las innumerables sectas que proliferaban por entonces en el país: trinitarios, unitarios, monofisitas, difisitas, iconoclastas, novacianos, nestorianos, melquitas…
En cuanto a la composición étnica de la sociedad egipcia, los más numerosos, que eran los coptos, en su mayor parte se mantenían fieles a su fe cristiana; los mamelucos circasianos, cristianos asimismo antes de la conquista, habían abrazado el Islam en mayor proporción que los coptos, aunque los había que continuaban practicando su antigua religión; entre las diferentes tribus beduinas, como, por ejemplo, la de al-Hikma, se daba cierta variedad religiosa, pero la mayor parte había adoptado la nueva fe musulmana. Existían, por otro lado, una importante colectividad nubia y una numerosa y próspera comunidad judía, sobre todo en Alejandría. A estos había que sumar otros grupos —coaligados de los conquistadores abbasidas— que se habían integrado en el país, como los mamelucos turcos y los árabes lajmíes.
Los alborotos que los andaluces llegaron a tiempo de presenciar eran, ante todo, de carácter social. No obstante, algo de cariz nacionalista se agazapaba tras ellos; pero no existía ni rastro de motivos religiosos. La causa principal de aquel malestar eran los impuestos abusivos con que los árabes esquilmaban a la población. Otro desafuero como el que habían vivido en al-Ándalus. Los conatos de sublevación eran, en particular, contra el régimen fiscal; aunque también dichos conflictos integraban de fondo los problemas lingüísticos y el asunto de la uniformidad de idioma.
Desde el advenimiento de la dinastía omeya, hacía más de un siglo, especialmente durante el reinado del califa Abd al-Malik ben Merwãn (685-705), ya se había conseguido la imposición obligada de la lengua árabe en el Creciente Fértil, y se logró de un modo artero. El sistema de gobernación comenzó a cambiar; la lengua copta de los funcionarios fue marginada a favor del árabe. Si los coptos defendían que Egipto, aunque se integrara en el ámbito del Islam, no tenía por qué perder su fisonomía propia, los árabes replicaban que ellos velaban por la coexistencia de las lenguas copta y árabe. Mas, al mismo tiempo, decretaban que los documentos oficiales se escribieran solo en árabe, “para simplificar y ahorrar costes a la Administración”, alegaban. Esto enfureció a los coptos, pues sabían que tal medida implicaría que los funcionarios nativos se verían obligados a aprender el árabe o, de lo contrario, perderían sus puestos de trabajo. Era el método habitual. Cuando la ley llegó a aprobarse, gran número de egipcios perdieron sus empleos, de modo que muchos se vieron obligados a aprender la nueva lengua. También cambió el sistema monetario, que se volvió netamente islámico y era acuñado en Damasco, por entonces la capital del imperio omeya. Los cambios administrativos condujeron a que el Egipto cristiano que hablaba el copto, se trocara en un Egipto musulmán que hablaba el árabe[5]. Más tarde, con la dinastía abbasida (750-1258 d.C.) la situación no hizo sino empeorar.
La arabización a partir de entonces fue rápida; sin embargo, el descontento por estos asuntos no había decrecido aún en las primeras décadas del siglo IX, porque aquel esfuerzo realizado por los naturales del país para aprender la nueva lengua sirvió de muy poco. De todos modos, los altos cargos de la Administración seguían acaparados por los árabes, mientras los coptos ocupaban los puestos de bajo rango. Este era uno de los motivos, junto con el de los tributos, que había conducido a los recientes motines. En los últimos tiempos había surgido además un nuevo motivo de discordia: los mamelucos turcos reclutados por el califa se estaban haciendo con el control del ejército egipcio, algo que no perdonaban los mamelucos circasianos naturales del país. Todas estas situaciones se vivían también en al-Ándalus; les resultaba fácil a los cordobeses solidarizarse con los egipcios. No obstante, los abbasidas se mostraban en esto más excluyentes aún que sus acérrimos enemigos omeyas. Al menos, en al-Ándalus por esos años sí que había ibéricos autóctonos, incluso mozárabes, en altos cargos de la Administración y del Ejército.
Pero estos no eran los únicos problemas que generaban tensiones entre los egipcios. También habían surgido serios conflictos entre los propios árabes y existían constantes pugnas internas entre los walíes que representaban al califa abbasida al-Mamun en las provincias de Egipto; buena parte de esas hostilidades se generaban en la rivalidad creada por la ambición personal de todos aquellos gobernadores. En el país se hallaban divididas las funciones políticas y las económicas: mientras el walĩ solo gobernaba políticamente, el sahĩb al-kharaj lo hacía financieramente. Esta división de funciones venía a ser una fuente continua de disensiones.
Abũ Hafs, el adalid andalusí, entró en contacto con los portavoces de las comunidades más representativas de la ciudad: árabes lajmíes, cristianos coptos, doctrinarios puritanos, mamelucos circasianos, beduinos, etc., pensando ante todo en la conveniencia de procurarse apoyos. Pronto apreciaría las diferencias existentes entre ellos e, incluso, entre las distintas tribus de los mismos árabes. Al principio, el común de la plebe de Egipto creía que todos los árabes eran iguales, aunque las diferencias podían llegar a ser de enorme alcance. El grupo que más características propias presentaba respecto a los demás árabes y que mayor relación guarda con el tema que nos ocupa era el de los árabes lajmíes, pues llegarían a contarse entre los más leales aliados de los andalusíes desterrados.
Los lajmíes se sentían orgullosos de pertenecer a la única tribu arábiga sedentaria desde el albor de los tiempos. Esta tribu tiene su cuna al sur de Mesopotamia, y sus naturales son, por tanto, los más orientales de entre todos los árabes, y fronterizos de los persas. Su antigua capital, Hira, desaparecida hacía ya entonces dos siglos, fue un centro refulgente de cultura, pues los lajmíes habían sido los herederos naturales de los nabateos al extinguirse el reino de Petra. La tribu árabe lajmí, precisamente por ser la única sedentaria, fue la cuna del alfabeto y de la lengua árabe escrita, estando por ello en sus manos los orígenes de la literatura árabe. Las tribus nómadas, por el contrario, no reunían condiciones para fijar las convenciones de la lengua y se conformaban con hablarla. Otra diferencia de los lajmíes respecto a otros árabes era que habían tenido al cristianismo como religión oficial de la tribu desde más de un siglo antes del nacimiento del profeta Mahoma. Sus antepasados, por tanto, eran cristianos difisitas
También llegarían los andaluces a distinguir a las diferentes comunidades cristianas entre sí: coptos, melquitas, doctrinarios puritanos, etc. La de los doctrinarios era una comunidad hereje desgajada de los coptos desde hacía largo tiempo. Esta secta, fundada en Alejandría en el siglo III d.C. por el rigorista Novaciano y conocida también con los nombres de Rigorismo novaciano y cátaros (Kaθaroi), alcanzó con su influencia hasta Hispania y allí se mantuvo muchos siglos. Su fundador llegó a autoproclamarse Papa, habiendo sido excomulgado en el Sínodo de Roma de 262 d.C. Fue refutado con ardor por su paisano y contemporáneo el obispo Dionisio de Alejandría.
Lajmíes, coptos y doctrinarios puritanos pusieron a los andalusíes al tanto de la gravedad de la situación por la que Egipto atravesaba, y tenían razones para hablarles claro, sin los recelos que podrían haber observado hacia aquellos recién llegados, pero es que necesitaban refuerzos en la conjura que ya estaba en marcha. Les explicaron que todos ellos, pese a sus diferencias, formaban un único partido, trataban de proteger al pueblo de los abusos y, al mismo tiempo, intentaban defender los derechos del califa de Bagdad, al-Mamun, porque eran sus mismos walíes o gobernadores los que estaban vulnerándolos.
En el pasado el califa prohibía a sus gobernadores tener propiedades en Egipto. Las razones entonces eran de peso porque, si los walíes poseían tierras en los países conquistados, olvidaban su deber de acrecentar las conquistas, de extender el Islam y de servir al califa, y miraban más por sus intereses particulares, enzarzándose entre ellos en luchas de poder. Todo había comenzado a enturbiarse con el califa Otmãn, cuando cesó a Amr para sustituirlo por un walí que tratara al pueblo con mayor dureza y subiera los impuestos; llamó más tarde de nuevo a Amr únicamente para mostrarle las grandes sumas logradas con el incremento de los tributos: — “Ya ves, el camello produce más leche” —le dijo; a lo que contestó Amr—: “Sí, pero en detrimento de sus crías” —. De entonces databa la insatisfacción del pueblo egipcio y desde entonces desapareció la ley que prohibía a los árabes poseer tierras en Egipto.
Por otra parte, las distancias respecto al centro del poder, Bagdad, y las fronteras naturales contribuían a que aquellos walíes se convirtieran en gobernantes oportunistas que, aunque teóricamente seguían al servicio del califa abbasida, llegaban a ser casi independientes y solo se acordaban del soberano para nombrarlo en la oración del viernes y para mandarle una ridícula cantidad en concepto de tributo, a fin de callar bocas. Aquellos advenedizos llegaron a comportarse, más que como gobernadores, como reyezuelos que saqueaban al pueblo egipcio hasta asfixiarlo mientras ellos vivían como jerifes; pero se estorbaban unos a otros y acabaron enfrentándose entre sí. El pueblo, entre tanto, los aborrecía, maldiciendo al califa por su causa; se había llegado al punto en que la población se disponía a alzarse contra ellos.
Los representantes de los principales grupos étnicos acudieron finalmente a los andaluces porque ellos habían tenido que soportar en Córdoba situaciones muy parejas a las que en aquel momento vivíanse en Egipto; la trágica experiencia de los proscritos del arrabal de Sequnda era garantía de que tomarían partido por el sufrido pueblo y no por sus verdugos. Pero la principal razón era que los cordobeses, durante su amargo éxodo, habían logrado forjar un ejército disciplinado de más de veinte mil hombres y en torno a cinco mil caballerías, que sin duda les podía ser de gran utilidad. Cuando todo reventara, necesitarían de su refuerzo, pues no había que olvidar que iban a enfrentarse a unos walíes que lo tenían todo a su favor y que se servirían para sus intereses particulares del ejército regular y de todo el aparato del Estado.
A mediados del año 206 de la Hégira (diciembre de 821 d.C.), los ánimos del pueblo una vez más se insubordinaron. Egipto parecía de nuevo como pozo de nafta pronto a estallar; todo se volvían espías y conjuras, secreteos y cautelas. La vida en Alejandría fluía en plena efervescencia de intrigas, confabulaciones y revueltas. Mientras el país ardía en encubierta guerra civil, los cordobeses se preguntarían si habían ido a refugiarse en el fin del mundo para volver a sufrir lo ya sufrido. Los tumultos fuéronse agravando; comenzaban, además, a costar sangre, siempre de gente menuda del pueblo y simpatizante de los grupos rebeldes, lo que exaltaba aún más los ánimos. La confusión era total; los moradores de la ciudad creían que aquel era solo un conflicto entre el pueblo y sus gobernantes, debido a tantos abusos, y muchos ignoraban que, al mismo tiempo, se estaban enfrentando los seguidores de un walí contra los de otro, los de algunos de estos gobernadores contra la autoridad del califa, unos clanes árabes contra los clanes vecinos, chiíes contra sunníes, y sin olvidar a aquellos partidarios de nada y de nadie a quienes parece alimentar el ir contra todos.
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